Cunia, 18 de mayo de 1808. Carlos Alcácer está viendo su último anochecer desde la quilla de una barcaza de pesca. Ayer mismo a estas horas preparaba los explosivos con los que él y otro grupo de patriotas exaltados acabaron volando los puentes de Los Remedios y del Ángel para obstaculizar el movimiento de tropas francesas en la villa. A pesar de su patriotismo, no son del todo idiotas y accedieron a la tarea por orden de otra patriota, doña Ana de Cifuentes y Belmonte, un nombre que Carlos se llevará consigo a la otra vida, así como el pago, que, mientras intentaba huir de sus perseguidores, ha tenido la prudencia de tragarse.
Detrás de él, algunos hombres de Manuel Sánchez «Marrajo», alcalde ordinario del barrio del Puerto, esperan a estar en el punto adecuado para tirarle al mar, atado de pies y manos a duras cadenas de hierro. El Marrajo no es partidario de dar problemas a los franceses, ir a la guerra contra ellos sería malo para los negocios, y ha querido dar un castigo a los alborotadores; él no es tan conciliador como el Conde de Cunia, Rafael de Borgia. Sin saber que su esfuerzo por acallar la ira contra los franceses serán en vano, Sánchez ha ordenado buscar y meter en el fondo de la bahía a cualquiera que haya participado en el sabotaje. Alcácer es el único que se ha dejado coger. Sigue leyendo