Xâlin, Solario 1547
La escaramuza que se había iniciado con aquella flecha desde la oscuridad se saldó con varios heridos entre los atacantes y cierto enfado en Roba a quien atacar así a la gente le parecía de mal gusto, un descortesía impropia de gentes más civilizadas. Cierto que habían entrado en su casa sin avisar, pero la curiosidad o la exploración no era un delito castigado con la muerte. Cuando hubieran encontrado algo jugoso que llevarse y lo hubieran cogido, quizás se les podría acusar de algo, pero no al principio. Podría haber sido un encuentro amistoso.
No lo fue.
Cruzar aquel eslabón requirió de mucha astucia por parte de Valtar, mucha mano dura de Gorusa e, incluso, requirió las habilidades marciales de Tempesta, pero la peor de todos, a ojos de sus enemigos, fue la mujer de las dos cimitarras. Estos, los enemigos, parecían una raza de cánidos algo degenerada por vivir en aquellos eslabones, pero no parecían los habitantes originales de aquella extraña edificación. Demasiados pequeños para unas puertas tan grandes.
Acabaron empujándoles a una parte del eslabón y una vez allí, liberada la continuación, les encerraron temporalmente. Si entraban en razón, les liberarían a la vuelta y si no, les liberarían igualmente, pero cuando ya estuvieran lejos. Los gruñidos tras los fuertes parapetos les indicaron que aquellos seres no comprendían el plan.
Dicen que en el norte hay muchas gentes como ellos afirmó Siguro.
¿Tan salvajes? preguntó Tempesta.
Lo desconozco amigo, nunca los había visto tan cerca. Solo imágenes en libros.
¿Vuelan? Roba sintió curiosidad y ante la negativa de Siguro, añadió: Entonces, ¿cómo han llegado hasta aquí desde el norte?
La pregunta quedó en el aire porque estaban ante la entrada al siguiente eslabón, sobre sus cabezas, tendrían que trepar, para luego volver a descender. ¿Quién sabe lo que les depararía el descenso?
¿Seguimos?
Y aquella pregunta también quedó en el aire.