El humo de la munición incendiaria de las arcubalistas gigantes trazaba enormes arcos por encima de sus cabezas. Surgían de poniente por encima de la montaña y se perdían en el horizonte más allá de los árboles. El humo de sus proyectiles parecía arañar el cielo como si quisiera romperlo. Ambos lo observaban con una mezcla de horror e impotencia en sus rostros, uno viejo y cansado, el otro joven, pero sabio.
—¿Maestro, crees que los invadirán?
—No creo, tendrían que darles de comer.
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