—¡Escucha! —y el índice levantado convirtió aquella petición en una orden. Y claro, escuchó. El despacho del jefe tenía gruesas paredes y el ruido de la redacción apenas llegaba; aun así, sentía el traqueteo de las máquinas de los escribas, los pasos presurosos de los de litografías, el golpeteo pesado de los volúmenes de documentación al caer sobre una mesa y el zumbido de la iluminación de vacío. Era el sonido del sótano que tanto conocía. Y fue cuando se dio cuenta, faltaba uno, el traqueteo del motor de un pistón que latía como un corazón en el interior de la montaña. ¡Había desaparecido! Pero había algo más, menos perceptible, pero más acompasado. No era un golpeteo continuo, sino el repicar de los cascos de un caballo, de muchos caballos realmente.
—Lo escucho —afirmó.
—Bien, pues publiquemos.
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