Aún no se habían acabado los rescoldos de su primer encontronazo con los tipos malencarados del pueblo, cuando se olieron que iba a haber problemas, o mejor dicho, olieron el problema. El humo se colaba por debajo de la puerta de su habitación, que compartían por seguridad y economía, y los gritos de la vieja posadera rompían el crepitar de las maderas.
Madales fue el primero en saltar por la ventana. La calle tenía cierta pendiente y el primer piso no quedaba tan lejos. Aun así, cayó como un fardo de patatas encima de un carro. Chaparro le siguió, no sin antes, arrojar por la ventana las escasas pertenencias que tenían. Su caída tampoco se vistió de gracia. Padilla fue el último en saltar, como si fuera un gato de esos de la capital, embozado en la capa y con las armas en la mano.
Algunos vecinos estaban formando una cadena para llevar agua desde el pozo a la posada, pero el fuego era vigoroso y harían falta más brazos para sofocarlo. «Y su marido» preguntó el sargento a la posadera mientras los dos cabos arrimaban el hombro con los cubos. Ella señaló dentro y entre gimoteos y lamentos dijo que intentaba salvar todo lo que pudiera. Y al grito de «perderá todo el insensato» se introdujo en la antesala de ese infierno. Saldría pocos minutos después, envueltos ambos en una manta empapada de cerveza humeante por el calor. El posadero lloraba, pero sus manos aferraban un hatillo con lo poco que había podido salvar. Su mujer le abrazó, ella hizo lo propio con él. Sigue leyendo