Después de dar buena cuenta de los petimetres del bar del parroquiano Mariscal, de rescatar a este hecho un manojo de nervios de su propia alacena y de dar buena cuenta de algunas viandas para que no se echaran a perder, los tres miembros de los mangas verdes se dirigieron a su cuartel. Era tarde, pero era hora de saber qué demonios estaba pasando.
Las calles volvían a estar desiertas y si alguien había oído el escándalo previo, ninguno se había quedado a ver cómo se resolvía. La soledad les acompañó hasta el cuartel y solo el ligero tañido de la campana de la iglesia les acompañó; su badajo debía moverse por efecto del viento o de débiles fantasmas.
Abrieron la puerta del cuartel con ímpetu, como si quisieran espantar a cualesquiera demonios que hubiera dentro, pero, para su sorpresa, solo había dos imberbes muchachos que les observaron con los ojos muy abiertos. Fue Chaparro quien comentó ajustándose las mangas de su abrigo:
No parece que estos hayan olido pólvora aún . Una manera rebuscada de insultar a sus oyentes, pero estos no se dieron por aludidos. Sigue leyendo