La búsqueda del niño les había hecho adentrarse varias leguas por un camino secundario, más de animales que de monturas en opinión de Chaparro, que les había llevado hasta una vieja casa de campo que parecía tenerse en pie por miedo a la caída. Un desvencijado granero con los postigos abiertos marcaba un lúgubre compás al ritmo del viento de esa noche. Había luz, un brillar danzarín que debía proceder del hogar donde alguien cocinaba. El humo blanco se distinguía en lo alto de la chimenea.
Sabían que madre e hijo había corrido huyendo de algo o de alguien y que ese alguien había alcanzado a la madre poco después. Supusieron que era la madre por la cantidad de sangre, un niño no tiene tanta en su interior. Y, como apuntó Padilla, una madre no se va de dónde acaban de matar a su hijo.
El agresor no hizo ningún esfuerzo por ocultar su rastro, como si no temiera que en esos campos perdidos de la España profunda un trío de mangas verdes repudiados por su jefe a los caminos pudieran pasar. Se equivocaba y aquel no había sido su único error.
Ocultos entre la arboleda junto al riachuelo que alimentaba una noria ahora detenida, observaron como una niña, ya casi adulta, salía al frío de la noche sin apenas ropa de abrigo, cogía tres troncos de debajo de una maltrecha techumbre y volvía a casa a la carrera. No por frío, vieron su cara y adivinaron un terror enterrado tras años de entrenarlo.
Cuando Chaparro golpeó la puerta con el pié, no pudieron detenerlo, la vieja madera voló en mil pedazos, arrancando aromas de moho y podredumbre. Un asustado inquilino se levantó dispuesto a enfrentarse a quién fuera que hollaba su hogar, pero no llegó a terminar el movimiento, Padilla le descerrajó un disparo encima de las cejas, un poco desviado a la derecha, siempre se desviaba a la derecha.
No fue la posible agresión la que motivó la expeditiva actuación del sargento, sino descubrir qué estaban cocinando. Tres niños con ropas desgastadas por el tiempo y el hambre les miraron como si acabaran de despertar de un sueño. Un cuarto, vestido con ropas más humildes, pero enteras, sollozaba en un rincón.
¡Pero qué diablos! fue lo único que pudo decir el siempre parlanchín Chaparro?