-Pero ha si’o él -dijo Chaparro sin ningún tipo de respeto hacia la persona con quién estaban hablando-. No podemos dejar que se vaya trucho, jefe.
El aludido ni le miró, sus ojos seguían clavados en el silencioso sargento Padilla. Él sabía, como muchos antes que él, que si aquel hombre guardaba silencio es que no se avecinaba nada bueno. Se oía la rueda del molino dar vueltas en el arroyo y a lo lejos se acercaba un rebaño de cabras con algunos cascabeles al cuello. Quizás el de Fulgencio, por la hora.
El superior de la cuadrilla se levantó de la silla y abandonó el despacho del jefe, no sin antes abrir la puerta y dejar que sus dos subordinados salieran antes que él. Intranquilo, el jefe le dijo antes de que la puerta se cerrara:
-Tomaros el día libre. -Es lo máximo que se le ocurrió para mantener a los tres fuera de este turbio asunto.
Y pasaron la tarde y la noche en la taberna de «El Cojo» lamentando sus cuitas y bebiendo más de la cuenta. Gran parte del pueblo les vio allí e incluso Mariscal, el regente, les dejó durmiendo con la cabeza apoyada en la mesa cuando ya no tenían ni fuerzas para levantar una jarra de vino.
A la mañana siguiente las campanas de la iglesia volvieron a tocar a muerto y el jefe se presentó en la taberna rojo de ira, pero no pudo descargarla con nadie cuando vio a los tres levantar la cabeza, con los ojos ojerosos, baba en la comisura y restos de comida en las mejillas.
-¡Han matado a Don Eulalio! -les gritó.
-¿Al cuñado de la vieja? -preguntó Chaparro, pero el jefe no se dignó en contestar y de un golpe les recordó la resaca-. Parece que Doña Bernarda se ha vengado -añadió antes de volver a posar su frente en la mugrienta madera de la mesa.
Y si alguien se percató de la sonrisa de los tres, nadie lo mencionó nunca.