La tarde se entretenía en las laderas de las montañas mientras las luces de los hogares prendían en la lejanía. El pueblo parecía los suficientemente grande para que el nombre se le quedara pequeño y aquello no gustaba a los tres mangas verdes. Los sitios civilizados les traían malos recuerdos. Ellos eran gente del camino, de pequeñas haciendas y casas de labor. A esos urbanitas les movían otros intereses alejados de los ritmos de las cosechas, de la pesca en los ríos. Eran gentes que vivían de espaldas al sol que les calentaba.
Fue quizás por ello que se alegraron de encontrar una casa apartada poco antes de llegar a la villa. Si pernoctaban ahí, podrían atravesar el pueblo a primera hora y continuar su camino sin incidentes. No iban a imponer su presencia, pensaban pagar por ella, y una cena hogareña siempre era más atractiva que un camastro rodeado de locos.
Había muchas pegas a ese plan, pero ninguna de ellas apareció antes de que llamaran a la puerta. Una rendija se abrió y en ojo de una joven apareció por la rendija. Padilla no espero a que la mujer hablara, dio un paso atrás para no resultar amenazador y habló:
-Disculpe que nos presentemos en su puerta cuando está a punto de anochecer, pero somos viajeros del camino y nos preguntábamos si tendrían a bien acogernos esta noche. Les pagaremos por atención, naturalmente.
-¿Son ustedes soldados? -dijo la inquilina con voz evidente voz de niña.
-No -y enseñó su brazo para que se viera bien la manga-. Somos miembros de la Santa Hermandad.
Eso les abrió la puerta. En el interior descubrieron a cuatro niños de pelo oscuro colocados como una escalera y con un parecido evidente. La más pequeña tendría cuatro años. Quién había abierto la puerta era también de la familia, con esa cara redonda y la nariz gruesa nada agraciada para un rostro femenino.
-¿No están vuestros padres? -preguntó el sargento. Los niños más pequeños negaron con la cabeza con tristeza- Y no van a venir, ¿verdad?
Y así fue como los tres conocieron a los bastardos del conde.