1808 – 3×11 – La guardia del conde

Rojo y Oro

—Recuérdame —dijo Chaparro mientras apuntaba a un guardia con una pistola y al otro le amenazaba con su espada.

Pero no necesitaba que se lo recordaran. Todo empezó con aquellos niños con los que pasaron esa noche una semana atrás y cómo conocieron su triste historia de casi indigencia; no, se recordó, de indigencia plena. Uno no es casi pobre.

Decidieron pasar el día en la ciudad, a pesar de lo poco que les gustaban las grandes urbes y allí, poco a poco, fueron conociendo al personaje sobre el que recaerían sus odios e inquinas. Había una pujante burguesía, con artesanos y comerciantes, que estaban haciendo buen negocio con aquello de que unos mataran a otros en los campos de batalla. Curtidores, herreros y todos esos oficios que son el alma detrás de cada ejército. Unas gentes que vivían por el metal y que se beneficiaban de la figura del conde de la ciudad. No es que este hiciera nada por ellos, pero era alguien al que echar las culpas de la explotación, los malos sueldos, las malas cosechas. El caso es que, en ocasiones, el chivo expiatorio si tiene cosas que exculpar.

—La culpa es de Madales —respondió el sargento encañonado a otro guardia. Y en verdad fue el cabo quién más insistió en llamar la atención del conde. Ellos son los primeros en ser indulgentes con los pecados de la carne y si a uno le van las faldas de las sirvientas más que el néctar de las flores a las abejas, quién eran ellos para criticarlo. Pero un hombre debe ser responsable de sus acciones y si pinchas, apechugas. No hay nada peor que un villano que esconde el fruto de su pecado esperando que se muera de hambre.

—No os vi a ninguno negaros —replicó el aludido espada en alto. ¿Quién iba a imaginar que preguntar cosas sobre el conde en los mercados iba a atraer la atención de sus mercenarios? Que les llamaran «desertores» por no estar luchando en las batallas tampoco pareció del agrado de aquellos caballeros. Pero se detenían, en parte porque las mangas verdes siempre asustan a los que tienen cosas que ocultar y en parte porque sabían que el conde no se merecía su sangre.

—No son con vosotros nuestro asuntos —se dirigió a ellos el sargento Padilla. De su respuesta dependería cómo acabara todo.

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