El enfrentamiento con los guardias no había acabado bien. Peor para ellos, cierto, pero tanto Madales como Chaparro lucían heridas. Unos rasguños según el primero, mortales y dolorosos para el segundo que buscaba unos días de permiso. Alguien tenía que pagar por ello.
Que había una deuda era algo que el pueblo sabía y se ocultaban al paso de los tres. No les esquivaban, pero buscaban no ir por el mismo camino demasiado tiempo. Sobre todo, cuando aparecieron con aquellos niños mal alimentados y vestidos por la calle principal, subieron por la escalinata de la plaza y se plantaron en la puerta.
-Abran a la autoridad de los mangas verdes -dijo Padilla al guardia de la puerta. Este temeroso, a punto estuvo de abrir la puerta, pero un compañero, quizás de mayor rango o más veterano, le detuvo y respondió:
-El conde no está. Vuelvan ustedes mañana.
La cara del novato les hizo comprender que estaba mintiendo, pero Padilla sonrió, señaló una ventana a la que se asomaba una mujer menuda entrada en años y replicó:
-Hemos venido a hablar con la condesa.
Y lo hicieron y al cabo de unas horas abandonaron el palacete de piedra y hiedra sin los niños y emprendieron el camino de regreso a casa.
-Creo que nos hemos ganado un descanso -aseguró el sargento.
De regreso al hogar se enterarían de la mala suerte del conde que por accidente se había caído sobre el atizador de la chimenea de su cuarto conyugal siete veces. Hay que ser torpe.