1808 – 3×04 – El fuego del odio

Rojo y Oro

Aún no se habían acabado los rescoldos de su primer encontronazo con los tipos malencarados del pueblo, cuando se olieron que iba a haber problemas, o mejor dicho, olieron el problema. El humo se colaba por debajo de la puerta de su habitación, que compartían por seguridad y economía, y los gritos de la vieja posadera rompían el crepitar de las maderas.

Madales fue el primero en saltar por la ventana. La calle tenía cierta pendiente y el primer piso no quedaba tan lejos. Aun así, cayó como un fardo de patatas encima de un carro. Chaparro le siguió, no sin antes, arrojar por la ventana las escasas pertenencias que tenían. Su caída tampoco se vistió de gracia. Padilla fue el último en saltar, como si fuera un gato de esos de la capital, embozado en la capa y con las armas en la mano.

Algunos vecinos estaban formando una cadena para llevar agua desde el pozo a la posada, pero el fuego era vigoroso y harían falta más brazos para sofocarlo. «Y su marido» preguntó el sargento a la posadera mientras los dos cabos arrimaban el hombro con los cubos. Ella señaló dentro y entre gimoteos y lamentos dijo que intentaba salvar todo lo que pudiera. Y al grito de «perderá todo el insensato» se introdujo en la antesala de ese infierno. Saldría pocos minutos después, envueltos ambos en una manta empapada de cerveza humeante por el calor. El posadero lloraba, pero sus manos aferraban un hatillo con lo poco que había podido salvar. Su mujer le abrazó, ella hizo lo propio con él. Sigue leyendo

1808 – 3×03 – Descubriendo la ciudad

Rojo y Oro

Dejaron a los huérfanos en un hospicio del camino al cuidado de unas religiosas que no se mostraron muy contentas de tener cuatro bocas más que alimentar. Los tres mayores no hablaron en todo el viaje y el menor alternaba el lloriqueo con preguntar por su madre. Chaparro había rapiñado todo lo que encontró de valor en la casa de aquel desgraciado y las monjas pusieron mejor cara cuando lo entregó como dote por los niños. No era su plan inicial.

A cambio del donativo, la madre superiora les invitó a descansar en el corral de la orden, pero los mangas verdes rechazaron la invitación y le comentaron su intención de llegar a una villa cercana antes de que acabara el día. La mujer torció el gesto y les advirtió sobre la ciudad, allí ocurrían cosas del maligno.

—¿El maligno, señora? Él nos manda —replicó Chaparro entre grandes risotadas mientras la mujer se santiguaba y desaparecía detrás de la puerta. Sigue leyendo

1808 – 3×02 – El niño del camino

Rojo y Oro

La búsqueda del niño les había hecho adentrarse varias leguas por un camino secundario, más de animales que de monturas en opinión de Chaparro, que les había llevado hasta una vieja casa de campo que parecía tenerse en pie por miedo a la caída. Un desvencijado granero con los postigos abiertos marcaba un lúgubre compás al ritmo del viento de esa noche. Había luz, un brillar danzarín que debía proceder del hogar donde alguien cocinaba. El humo blanco se distinguía en lo alto de la chimenea.

Sabían que madre e hijo había corrido huyendo de algo o de alguien y que ese alguien había alcanzado a la madre poco después. Supusieron que era la madre por la cantidad de sangre, un niño no tiene tanta en su interior. Y, como apuntó Padilla, una madre no se va de dónde acaban de matar a su hijo.

El agresor no hizo ningún esfuerzo por ocultar su rastro, como si no temiera que en esos campos perdidos de la España profunda un trío de mangas verdes repudiados por su jefe a los caminos pudieran pasar. Se equivocaba y aquel no había sido su único error. Sigue leyendo

1808 – 3×01 – La venganza del jefe

Rojo y Oro

Uno no se ríe del jefe de la dotación de los mangas verdes sin sufrir, más tarde o más temprano, algún castigo. Y el superior de Padilla, Chaparro y Madales no había esperado mucho. Allí estaban los tres, recorriendo los caminos como un innovador programa para asegurar el tránsito de mercancías y pasajeros. «Somos» había dicho el jefe sin reírse, lo que entraña cierto mérito, «la primera línea de defensa y debemos establecerla donde están los ataques». Lo que traducido al castellano vernáculo que todos hablamos significa: «me he hartado de teneros por aquí y vais a patear camino hasta que el culo se os quede tan curtido como la silla de montar».

Asintieron y marcharon, para sorpresa de su superior, sin protestas, sin añagazas y, para sorpresa de todos, con cierto orgullo en la mirada. Uno debe estar dispuesto al castigo si el acto realizado es de justicia. Y la muerte de Doña Bernarda lo exigía. Era justo y se hizo. Sigue leyendo

1808 – 2×14 – La venganza de Doña Bernarda

Rojo y Oro

-Pero ha si’o él -dijo Chaparro sin ningún tipo de respeto hacia la persona con quién estaban hablando-. No podemos dejar que se vaya trucho, jefe.

El aludido ni le miró, sus ojos seguían clavados en el silencioso sargento Padilla. Él sabía, como muchos antes que él, que si aquel hombre guardaba silencio es que no se avecinaba nada bueno. Se oía la rueda del molino dar vueltas en el arroyo y a lo lejos se acercaba un rebaño de cabras con algunos cascabeles al cuello. Quizás el de Fulgencio, por la hora.

El superior de la cuadrilla se levantó de la silla y abandonó el despacho del jefe, no sin antes abrir la puerta y dejar que sus dos subordinados salieran antes que él. Intranquilo, el jefe le dijo antes de que la puerta se cerrara:

-Tomaros el día libre. -Es lo máximo que se le ocurrió para mantener a los tres fuera de este turbio asunto.

Y pasaron la tarde y la noche en la taberna de «El Cojo» lamentando sus cuitas y bebiendo más de la cuenta. Gran parte del pueblo les vio allí e incluso Mariscal, el regente, les dejó durmiendo con la cabeza apoyada en la mesa cuando ya no tenían ni fuerzas para levantar una jarra de vino. Sigue leyendo

1808 – 2×13 – La muerte de Doña Bernarda

Rojo y Oro

El domingo de Cuaresma las campanas de la iglesia tocaron a duelo, un toque lento con dos campanas distintas terminado con tres toques finales, una mujer había muerto. Cuando nuestra cuadrilla se personó en el lugar se enteraron que la fallecida era Doña Bernarda, la misma que pocas semanas antes había perdido a su marido y que había protagonizado cierto incidente sufragista en el casino de la localidad.

Chaparro se santiguó y agachó la cabeza, más para disimular su cansancio que por respeto a la difunta. Madales observaba a las beatas y plañideras como si no estuvieran allí, mientras que el sargento murmuraba, sacudía los pies y se agitaba como si le hubiera picado algún bicho de esos de los pajares. De repente salió de la plaza donde se reunían los lugareños y encaminó por la cuesta de piedra que llevaba hasta la casa de Doña Bernarda. Sus compañeros de andanzas le siguieron, ¡qué remedio! Y los tres llegaron con el resuello entrecortado hasta el pequeño murete que limitaba el acceso a la pequeña finca. Pasaron por encima, sin molestarse en llegar a la abertura practicada para gentes más civilizadas y llegaron a la puerta. Llamaron una vez, llamaron dos veces y entraron. Sigue leyendo

1808 – 2×12 El extraño caso de Doña Bernarda

En el casino de la capital de la provincia apareció en la tarde de autos una mujer vestida de negro, de riguroso luto, que respondía al nombre de Doña Bernarda y que era la viuda reciente de uno de los miembros de dicho casino. La mujer expuso a la junta la última petición de su marido: leer un escrito en el que había estado trabajando. Dadas las estrictas normas del casino, se lo ofreció para que lo leyera alguno de los socios, pero el presidente del casino, un reformista afrancesado, explicó que Doña Bernarda no debería verse en su condición de mujer, sino como el desaparecido miembro del casino y la invitó a que ella misma leyera los escritos de su marido.

La asamblea extraordinaria causó gran expectación y la platea estaba llena de socios que deseaban escuchar los últimos pensamientos de un prominente miembro del casino. Doña Bernarda subió al atril de los conferenciantes y ocasionó algunos murmullos, que fueron rápidamente acallados por la mirada del presidente. Llevaba cuatro cuartillas escritas a mano en una letra menuda, pero clara y sencilla de leer. Miró a los asistentes, a los papeles y comenzó a hablar sin volver la vista al manifiesto. Sigue leyendo

1808 – Rojo y Oro: 2×11 – El retorno a casa

Rojo y Oro

Salir de la cárcel no es un problema. Aún les acompaña el anciano que no ha dejado de murmurar en toda la noche, pero Padilla no le ha interrumpido.

-Mientras rezan -dijo-, no piensan en diabluras.

La mañana era fría y la calle estaba desierta. El rocío embarraba el camino y mojaba los cristales y recordaba que el invierno se acercaba. Todos subieron a sus monturas, no sin que antes Chaparro no comprobara que no les habían provocado alguna faena. Una piedra, un clavo aflojado y el animal no aguantaría ni una legua. Se tranquilizó, los parroquianos habían sido prudentes o más listos que él.

El anciano cabalgaba en la misma grupa que Madales y cuando se habían alejado lo suficiente, le soltaron. Tenía una buena caminata hasta el pueblo y el sargento quiso ser amable:

-Nos volveremos a ver -y no sonó como una amenaza.

El temor a que los asaltaran no les abandonó y los comentarios de Vitango sobre esa posibilidad en cada recodo, en cada sombra no ayudaban a la tranquilidad del grupo. Vivaquearon en mitad del camino, al refugio de una enorme higuera que inundaba todo con su agradable olor. Por alguna extraña razón, Padilla no había querido que aceleraran el paso ni llegar a la cárcel tras el anochecer. Sigue leyendo

1808, Rojo y Oro – 2×10 – La larga noche

Rojo y Oro

La noche es cerrada y la luna parece ocultar sus vergüenzas bajo un manto de negras nubes, pero no lloverá, la lluvia sería un alivio porque haría que los alborotadores se fueran a sus casas. Chaparro está enfadado. Le molesta estar sin dormir en un lecho, sin comer buenas viandas y sin trasegar buenas cervezas y no en ese orden. Madales está igual de enfadado, aunque el objetivo de su ira es cierto jefe allá en el cuartel que les ha metido en este embolado.

Padilla solo está serio, preocupado por los gritos que se escuchan desde la calle; solo le enfurece mirar la celda de Vitango y verle sonreír. ¿Acaso no entiende que la primera bala será la suya? Cansado de la situación y de mirar por la ventana, decide enfrentarse a la turba. Señala a su cuadrilla, de dos, y les pide que le cubran.

La multitud se va silenciando mientras Padilla recorre la mirada de los asistentes. Siguen hostiles, pero en silencio. Tras un incómodo momento alza su voz: Sigue leyendo

1808, Rojo y Oro – 2×09 Cárcel para Vitango

Rojo y Oro

El oficial de la Hermandad (y sus superiores) sospecha que algo han tenido que ver en la partida y el desgraciado viaje de la unidad francesa. Nunca se ha fiado de Padilla, ni de Madales, ni, sobre todo, de Chaparro. Sabe que están confabulados con los guerrilleros o, peor aún, con los bandoleros, pero hasta ahora no ha podido demostrarlo. Sigue leyendo