El oficial de la Hermandad (y sus superiores) sospecha que algo han tenido que ver en la partida y el desgraciado viaje de la unidad francesa. Nunca se ha fiado de Padilla, ni de Madales, ni, sobre todo, de Chaparro. Sabe que están confabulados con los guerrilleros o, peor aún, con los bandoleros, pero hasta ahora no ha podido demostrarlo.
La suerte, sin embargo, ha venido a buscarlo. Vitango, un malnacido que se dedica a asaltar a todo aquel que tenga algo para robar, ha sido apresado y han avisado a la Hermandad para se encargue de su custodia hasta la cárcel. Una oportunidad perfecta para que «sus» hombres prueben su lealtad. Míralos como tuercen el gesto cuando les comunica su nueva misión.
—Vitango es primo segundo del marido de mi hermana, jefe —anuncia sin pudor Chaparro—. No puedo encerrar a la familia, ¿lo comprende?
—¿Estás diciendo que tu hermana está asociada con bandoleros? —pregunta el jefe haciéndose el sorprendido.
Chaparro no tiene ninguna hermana y si la tuviera, ella no le reconocería como familiar. Una colleja de Padilla le anima a callar. Un silencio que se alarga mientras los tres cabalgan hacia el pueblo donde deben recoger a Vitango. A su llegada, al anochecer, les reciben miradas parcas y huidizas junto a otras con amplias y francas sonrisas. Algunos niños corren un trecho a su lado hasta que alguno de sus progenitores lo agarra del pescuezo y se lo lleva a rastras.
Las dependencias de la autoridad son austeras. Apenas una casa de piedra en el otro extremo del pueblo: una sala compartida con tres celdas: en una de ellas el reo y en la otra, con la puerta abierta, un joven alguacil que se levanta de un merecido reposo con cara de alguien a quién le están quitando un gran peso de encima.
—Ahora mismo les enseño los documentos para su traslado —anuncia el zagal.
—Tranquilo general —bromea Madales resaltando las brillantes botonaduras del uniforme de aquel agente—. Solo hemos venido a informar de nuestra llegada. Mañana, al alba, recogeremos al reo.
—Eso —continúa Chaparro con una risotada— y ahora recomiéndanos un buen lugar donde dormir, comer y beber y no en ese orden.
El joven les mira incrédulo y responde:
—Creo que no lo comprenden —y con un gesto lento abre los postigos de una de las ventanas. Fuera se ve una reunión de vecinos, los de las caras largas, en animado intercambio de opiniones.
Va a ser una noche muy larga.