Salir de la cárcel no es un problema. Aún les acompaña el anciano que no ha dejado de murmurar en toda la noche, pero Padilla no le ha interrumpido.
-Mientras rezan -dijo-, no piensan en diabluras.
La mañana era fría y la calle estaba desierta. El rocío embarraba el camino y mojaba los cristales y recordaba que el invierno se acercaba. Todos subieron a sus monturas, no sin que antes Chaparro no comprobara que no les habían provocado alguna faena. Una piedra, un clavo aflojado y el animal no aguantaría ni una legua. Se tranquilizó, los parroquianos habían sido prudentes o más listos que él.
El anciano cabalgaba en la misma grupa que Madales y cuando se habían alejado lo suficiente, le soltaron. Tenía una buena caminata hasta el pueblo y el sargento quiso ser amable:
-Nos volveremos a ver -y no sonó como una amenaza.
El temor a que los asaltaran no les abandonó y los comentarios de Vitango sobre esa posibilidad en cada recodo, en cada sombra no ayudaban a la tranquilidad del grupo. Vivaquearon en mitad del camino, al refugio de una enorme higuera que inundaba todo con su agradable olor. Por alguna extraña razón, Padilla no había querido que aceleraran el paso ni llegar a la cárcel tras el anochecer.
La llegada a la cárcel es solitaria, anodina. El sol se está levantando y las buenas gentes del lugar no están para espectáculos. No hace mucho que la guerra pasó por allí y quién traen, ya sea un bandolero o un patriota, no va a darles un jornal. En la puerta les reciben dos soldados, jóvenes, con el uniforme aún por manchar, sin agujeros zurcidos de forma inexperta.
-Somos la Hermandad y venimos a entregar al preso Vitango a la autoridad como se nos ha solicitado -y el sargento muestra los papeles como si quemaran. Uno de los soldados aporrea la puerta y del interior sale un sargento, ajustándose sus prendas, y dos soldados también recién salidos de las faldas de su madre. Vuelve a repetir la fórmula y añade:- ¿Aceptan al preso?
Existe la posibilidad de que le digan que no, pero no suele ocurrir nunca. El veterano carcelero se rasca la coronilla como si aquello le molestara y acaba aceptando el preso. Madales le ayuda a bajar de la montura y con su propia navaja le corta las ataduras que ha llevado hasta allí. Sujetando sus hombros, le anima:
-Se fuerte.
Reo y soldados desaparecen en el interior y tras una pausa para recomponer el estómago y beber algún vino, los tres emprenden el camino de vuelta a casa:
-Chaparro -le dice Madales en un momento que sus monturas se acercan-, dile a tu hermana que me debe una navaja, creo que el primo segundo de su marido me la ha robado.
El aludido palpa su faltriquera y añade sonriendo:
-Mil veces maldito, pues no me ha robado la mía también?