El anciano miró a su despacho por enésima vez mientras las luces titilaron como si supieran lo que iba a ocurrir; volvió a comprobar el reloj de arena que agonizaba en el lento caer de los granos. Cuando lo miraba, parecía no moverse, como si las almas de los viejos redactores que le daban vida supieran de su impaciencia. Y de repente, ocurrió, llegó el momento y lo que había sido agonía, se convirtió en frenesí.
El anciano cogió un casco de cuero desgastado por el uso, se lo ajustó a la cabeza sin desabrochar los cierres, bajo las gafas y enchufó todo a un viejo enchufe RJ45. Y allí estaba, otra vez, fiel a su cita, amante y voluptuosa.
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