Volver a casa nunca es fácil. El camino parece largo y que nunca termina y si, además, crees que allí no te espera nadie, los días se vuelven eternos y las noches desapacibles. Pocos incidentes hallaron en la ruta y pocas excusas para detenerse. Dormían en posadas o en graneros cuando no encontraban estas y el polvo y el frío se mezclaban con la humedad que sus capas de mangas verdes no parecía capaz de dejar fuera.
La primera señal de que algo no era como imaginaban la encontraron a poco trecho de la entrada. El hijo de Atulfo, un mocoso de apenas seis veranos, salió ventando su llegada a los cuatro vientos como cervatillo en un día de caza. Eso trajo la atención de los parroquianos que les miraron con sonrisas en los labios y ojos ilusionados en los rostros. Atardecía, pero no era el final de la dura jornada lo que les alegraba. ¿Qué había pasado allí?
Bienvenidos dijeron algunos. Y una moza del gentío alargó un pellejo de piel al bueno de Chaparro quién, tras darle un largo tiento sin dejar de mirar al molesto marido al que se le había privado del néctar, se la devolvió a su dueña con agradecimiento. Sigue leyendo