El mal francés era como se conocía en España a en el siglo XIX (y anteriores) a la sífilis. El nombre se lo dieron en Italia cuando las tropas francesas atacaron los territorios de Nápoles, lo que hizo intervenir a los españoles y generalizó la guerra por toda Europa. Los italianos lo llamaron así porque la enfermedad la llevaron a su territorio los soldados franceses (también la llaman sarna española, pero ese nombre no nos convenció tanto. No se llama así en todos los sitios, claro; en Francia, por ejemplo, la llaman mal napolitano o mal caribeño; en Portugal, mal español y en Turquía enfermedad cristiana. Parece bastante claro que la sífilis la importaron los españoles desde América y, en concreto, las tripulaciones de Colon. Ha habido algunas teorías estos años que desmienten esa posibilidad (incluso fijan la aparición de la enfermedad en el Escandinavia en el siglo XIII), pero no son del todo concluyentes.
Independientemente del nombre y el origen, la sífilis era una enfermedad con bastante mortalidad en el siglo XIX (y más antes) que causaba estragos en los ejércitos. Ello era debido al gran desconocimiento que se tenía de ella (y de su origen bacteriano) y a sus tres fases que solo era visible la primera (en la que aparecían las llagas), pero que seguía actuando por dentro provocando la muerte del infectado al cabo de los años; nadie relacionaba el fallo multiorgánico con aquellas llagas aparecidas en las partes íntimas en la época militar. Existían bastantes tratamientos, algunos inútiles como el polvo de palo santo (se creía que era lo que usaban los americanos para curarse) y otros casi tan mortales como la enfermedad (baños de vahos de mercurio o la ingestión de preparados de mercurio. Por ello, la protección pasó a convertirse en un tema importante. No había que curar la enfermedad, sino evitarla.
Nota: la sífilis sería un problema importante hasta la invención de la Penicilina.
Además de los sellos de salud que daban algunas personas instruidas (curas, galenos, médicos) a las prostitutas garantizando su salud (que no era un método muy fiable), en el siglo XIX en principal método de protección para evitar la sífilis era el uso de tripas de animales. No es algo novedoso, ya se venían usando desde la antigüedad (con vejigas natatorias de peces, por ejemplo), pero más como método anticonceptivo que como protección contra las enfermedades como el mal francés. No hay que pensar que su uso fuera desconocido en la época que tratamos. En Londres, por ejemplo, había dos tiendas dedicadas en exclusiva a la venta de condones. La primera referencia al uso de estos contra la sífilis es de 1760 en un libro escrito por el Dr. Turner, lo que da cierto margen de tiempo para que esa idea también hubiera llegado a las tropas de los ejércitos en liza (al menos a sus oficiales).
Los preservativos se fabricaban en aquella de dos tipos: de lino impermeabilizados con aceite (derivaban de los modelos originales de Fallopio y su eficacia contra las enfermedades era discutible) y los de tripa de oveja que llevaban una cinta para poder atarlos a la base del pene. También los había que mezclaban el lino con la tripa (en capas). Ambos eran bastante caros y se calcula que una prostituta tenía que dejarse los beneficios de un mes para adquirir uno de ellos (muchas, y muchos, no podían permitírselo). La «ventaja» de estos preservativos es que podían lavarse y usarse una y otra vez. Eso sí, los fabricantes recomendaban inflarlos primero, antes de usarlos, para comprobar que no hubiera fugas.
Una de las desventajas de los preservativos con tripa es que era recomendable humedecerlos en agua para ablandar la tripa y que fuera más flexible y no se rompiera al usarlo. Si el uso de la protección estaba en manos de la prostituta era probable que lo tuviera humedecido con antelación (o del cliente anterior), pero si era el varón el que llevaba la protección no todos tenían tiempo de esperar en la fogosidad del momento y optaban por no usarlo, lo que les exponían al contagio.