Hace mucho tiempo, una mujer perteneciente a una de las tribus mendwan de las llanuras se casó con el hombre al que amaba desde niña. Algunas estaciones después, la pareja acudió al chamán de la tribu para pedirle ayuda, puesto que no lograban que ella quedase preñada. Sin embargo, el chamán no pudo ayudarles, puesto que descubrió que la mujer había nacido estéril y la magia necesaria para corregir tal situación estaba más allá de su alcance. Tras saber que la mujer no podría darle hijos, el hombre repudió a su esposa y la abandonó a su suerte, negándose a proporcionarle sustento.
Condenada a malvivir a costa de lo poco que podía forrajear por sí misma y a mendigar comida a amigos y familiares. Día tras día crecía su miseria y su resentimiento, al mismo tiempo que se reducían las raciones que era capaz de reunir y sus conocidos comenzaban a negarse a ayudarla por más tiempo. Hambrienta y desesperada, la gota que colmó el vaso de su razón fue ver cómo el hombre que había sido su esposo acogía a otra mujer bajo su techo.
Enloqueciendo a causa del dolor y la rabia, la mujer recurrió a los poderes oscuros. Aprovechando un despiste de sus progenitores, se llevó a un recién nacido de su propia sangre, su sobrino. Con el niño en brazos se internó en el bosque, en busca de un claro en el que se alzaba una piedra negra, grande y plana por arriba, que todos los miembros de su tribu evitaban, pues se sabía que estaba maldita y había sido reclamada por el Wukran. Una vez allí celebró un horrible rito de sangre, entregándose por completo al Wukran. La mujer suplicó su ayuda para consumar su venganza sobre todos cuantos le habían dado la espalda. Y el Wukran respondió, enviando a una de sus criaturas para que la tomase sobre la misma piedra, aún caliente con la sangre derramada del infante.
Fruto de su blasfemo ayuntamiento carnal con dicha criatura, la mujer quedó preñada. Durante los siguientes meses se quedó en una gruta del bosque, alimentándose de lo que el bosque le ofrecía, aunque estaba claro que había alguien velando por ella. Siempre era capaz de encontrar algún animal muerto cerca de la cueva o descubría señales que la guiaban hacia una fuente de alimento. Mientras tanto, su barriga se hinchaba y se hinchaba más y más. Pasaba parte del día junto a la piedra negra, escuchando la sabiduría maldita que susurraba en su mente. Para cuando se acercaba el momento del parto, la mujer se había convertido en una bruja.
En su momento, la mujer dio a luz a siete hijos, septillizos. Nunca antes se había visto nada parecido ni es probable que se haya vuelto a ver después. Sus hijos crecieron sanos y fuertes, convirtiéndose en grandes cazadores y terribles guerreros, que ostentaban terribles poderes. Tiempo después, los siete hermanos consumaron la venganza de su madre, reuniendo una horda de seguidores y destruyendo a la tribu que había ofendido a su progenitora. Por su parte, la mujer se había convertido en una anciana pero, por algún motivo, no podía morir. Al final llegó a tener el aspecto de una horrible bruja que inspiraba el terror en el corazón de los hombres.
Y entonces estallaron las guerras Raciales.
Para entonces, los siete hermanos se habían convertido en poderosos guerreros-brujos, que se contaban entre los más poderosos siervos del Wukran. Bajo la guía de su madre, durante muchas estaciones aniquilaron a cuantos se atrevieron a oponerse a su paso. Su horda regó las tierras de Pangea de sangre, puesto que, juntos, los siete eran invencibles. Cada uno de ellos ostentaba poder sobre sobre uno de los aspectos que definen el mundo: el agua, el fuego, la tierra, el viento, la vida, la muerte y hasta el tiempo mismo.
Pero entonces, cometieron un tremendo error: separarse. Dividieron su poderosa horda y cada uno de ellos se dirigió en una dirección diferente para abarcar más terreno y así atacar el territorio de otras razas. Mientras tanto, su madre, acompañada de un puñado de sus seguidores más fieles, regresó a la gruta que había habitado durante tanto tiempo durante su juventud.
En cuanto a los siete hermanos, uno tras otro fueron derrotados gracias al esfuerzo combinado de muchos héroes, quienes dieron su vida para poner fin a la amenaza que suponían. El precio pagado por todas las razas de Pangea fue muy alto, y se pagó en sangre.
Pero el Wukran es insidioso y jamás desiste de su intento de perpetuar sus actos de maldad. Cuando uno de ellos caía derrotado, su madre enviaba a sus siervos a recuperar su cabeza. Finalmente, cuando el último de ellos cayó (bajo el hacha de un ancestro del famoso Ursus de Aguaclara, si hay que creer las historias que se cuentan), las siete cabezas fueron reunidas y sometidas al proceso conocido como Unt Namper (18242 ). Sus ojos fueron sustituidos por pequeños fragmentos de la piedra negra, lo que les permitía captar el mundo a su alrededor y retener parte de sus terribles capacidades. Este objeto es conocido como «los siete siniestros». Se trata de un objeto único, un conjunto de siete tzantzas de un tremendo poder.
Se desconocen las circunstancias en las que los siete siniestros fueron robados y cayeron en manos de las razas de Pangea, ni tampoco se sabe quién los robó. Desde entonces, han cambiado de manos en numerosas ocasiones. Se sabe que pueden otorgar un gran poder a quien los posee, aunque tarde o temprano seducen y corrompen a su amo hasta convertirlo en un nuevo servidor del Wukran. También se dice que la madre de los siete siniestros sigue viva, habiendo recibido el don de la inmortalidad, o al menos de una longevidad desmesurada. Se dice que, por encima de todo, desea recuperar las cabezas perdidas de sus hijos, puesto que tiene la esperanza de poder devolverlos a la vida algún día. Mientras tanto, ella los busca, los busca sin descanso, puesto que sus hijos solo la obedecen a ella y que ella es la única capaz de dominar por completo su poder. Qué es lo que podría pasar si recupera a sus hijos y qué es lo que pretende hacer con ellos es solo sujeto de especulación…