En ocasiones, cuando terminaba a tiempo, le gusta pasear por las estancias del sótano, sentir el murmullo de la maquinaria de impresión, el crepitar de la iluminación y el sonido laborioso de sus habitantes con su chirrido de cadenas y el restallar de los animadores manuales. Eso le permitía sentir el pulso, mirar a hurtadillas cuando nadie le esperaba.
Al llegar a la sala de redacción le sorprendió encontrar a alguien trabajando aún. Era un joven con el pelo recortado con una afilada navaja. No le conocía, debía ser uno de los nuevos. Escribía sobre la mesa de dactilografía con una de esas moderneces que dejaban salir la tinta sin necesidad de recargar en un tintero cada pocos trazos.
—¿Qué haces aún aquí? —le dijo por sorpresa—. ¿No te has ido a ver plantar los monumentos?
—Escribo, señor —fue su respuesta.
—Pero la revista está terminada, no hace falta que sigas escribiendo.
—Escribo porque me gusta.
—¿No escribes por los latigazos y por las cadenas?
—¡Que bromista es usted! Eso es la megafonía. La ponemos porque si no esto estaría lleno de gente…
Y dándose la vuelta, gritó:
—¡¡¡Becario!!!
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