Namur, río Mosa, 7 de septiembre de 1944
La mañana no era agradable. El septiembre belga era más desapacible que el que recordaban allá en su América ahora tan lejana. Había avanzado casi tan deprisa como los alemanes se habían retirado, pero estaban llegando al límite y, sabían, que sus enemigos pronto no podrían retirarse más. Aquella mañana, el río parecía moverse de forma perezosa y la Sangrienta Siete aguardaba en la entrada del puente expectante, observando las ventanas de todas las casas en la otra orilla esperando un brillo, un destello que delatara la posición de una ametralladora, un francotirador o, incluso, un cañón antitanque.
Habían pasado la noche cerca, mal durmiendo en pequeñas granjas y con funestos pensamientos del asalto que vendría al amanecer. Habían cruzado la parte de la ciudad sin recibir ningún disparo y rodeados de ventanas con sábanas blancas, pero la ciudad al otro lado del agua no tenía señales que les tranquilizaran. Y ahí estaba el puente, no más de cien metros con siete arcos de piedra que le daban pendiente hacia ambas orillas y un pequeño parapeto también de piedra protegiendo de la caída. No había barricadas, ni defensas, ningún sitio donde cobijarse en aquellos largos cien metros. Al otro lado la calle continuaba girando un poco a la izquierda. Un conjunto de casas en L de dos y tres alturas custodiaban la esquina derecha y otro, de viviendas más estrechas, la izquierda. Las casas eran blancas y rojas y sus tejados negros y muy inclinados.
Jefe, debemos dejar de presentarnos voluntarios a estas cosas. La respuesta a Gonzalez se perdió al llegar las primeras andanadas del humo de cobertura de los A10.
No debían esperar y la Sangrienta Siete inició el cruce del río Mosa y ahora que avanzaban por su empedrado suelo, recordaban el cruce en barcas de hace unos días. Preferirían estar en uno de esos malditos y endebles botes que allí. Correr agachado y pegando el cuerpo contra el muro no es sencillo, pero uno a uno fueron llegando a la otra orilla y cruzando la calle alcanzaron los edificios. Otros les siguieron.
El humo ya clareaba cuando el primero de los sherman inició el cruce a buena velocidad. Un errático proyectil salió de una ventana y se estrelló a pocos metros delante de él. Había salido de una ventana encima de la cabeza de la Sangrienta Siete y sin ordenarlo, todos se lanzaron al interior.
Jefe, debemos dejar de presentarnos voluntarios a estas cosas. Volvió a insistir Fernandez.