Por: Don Toribio Hidalgo
Empezaba mayo a florecer y se iban los humores del invierno, cuando hasta las dependencias se acercó Doña Matilda, la mujer de un campesino con buenas tierras pero escasas manos en esos días, interpelando a voz en grito contra Chaparro. «¡Asesino!» le gritaba sin rubor «¡Has mata’o a mi Viçentita, asesino!» se le atropellaban las palabras. Sus gritos no pasaban desapercibidos y poco a poco se fue acumulando ante el cuartel una muchedumbre entre curiosa y enfurecida que esperaba sin disimular que aquello evolucionara en un linchamiento. «¿Hace cuanto que no tenemos uno?«.
Las cosas fueron de mal en peor cuando en la escena apareció el marido de Doña Matilda, enfangado de haber bajado por la ladera fuera de los senderos, pero es que los gritos de su señora, a los que ahora se unían alguna más, llegaban hasta los caminos altos, donde sólo los pastores y los leñadores hacía faena. Un rápido intercambio de palabras con su señora donde sus ojos perdieron alma y ganaron la dureza de las piedras del molino, bastó para que se pusiera a aporrear la puerta del cuartel y a exigir la justicia de los hombres, a exigir que sacaran al cobarde a enfrentarse a su crimen.
A pesar de las advertencias de Padilla, su jefe decidió atender a quién hacía tales prestas llamadas y antes de darse cuenta, todos estaban enzarzados en una reyerta de las que no se da pausa. Afortunadamente para la brigada Sangre y Oro, no todos los presentes tenían ganas de bronca con los tipos de la Hermandad y, poco a poco, los fueron reduciendo, no sin recibir algún tuercebocas y algún quebrantaalientos.
Echa la paz, temporal, Padilla interrogó al padre y a la madre echando del cuartel a todos los mirones y advirtiéndoles que la próxima vez los encerraría a todos por atacar a la autoridad. Estos, los derrotados, lanzaron juramentos y maldiciones, pero ninguno levanto la cabeza y, menos aún, los puños. La madre, pues el padre era testigo, contó que había visto desde la casa como su Viçentita se había reunido junto al malhombre de Chaparro en el camino que lleva a los campos de los Fuentebrava. Y que al ver que tardaba y temiendo por su honor, fue a buscarla encontrándola vejada y muerta junto al río. Esto último, Padilla tuvo que adivinarlo porque los hipos y sollozos de la mujer la impedían hablar.
– ¿Y cuándo, mujer, ha ocurrido eso que cuentas? – El tono era duro, pero es que el oficial no estaba para bromas; el ojo le dolía y tendría suerte si no se le amorataba y el brazo izquierdo había recibido un mal golpe, suerte si el dolor le duraba una semana.
– Hoy mesmo, cuando la torre dio cuatro.
– ¡Pero eso no puede ser!
– Se lo juro, por el mismísimo Dios, le vi tan claramente como le estoy viendo ahora. Era él, una mal hombre, un cobarde que se ha lleva’o a mi Viçentita.
– A las cuatro, señora, los tres estábamos echando unos naipes en nuestra sala. Y puedo jurarle que ninguno ha salido del cuartel ni un instante. Estábamos jugándonos los cuartos y el honor.
– Pero, pero… yo le vi, juro que le vi.
Padilla no respondió a la mujer y dejó que Madales se ocupara de la pareja. Se había cometido un crimen atroz contra una indefensa muchacha. La conocía y sabía que era una chica muy dulce que siempre les sonreía cuando sus caminos se cruzaban. Tendría que ir a ver el cadáver, algo que no le apetecía nada y tendría que encerrar a Chaparro, aunque fuera para protegerle del furioso padre. ¿Quién demonios podía haber abusado de muchacha? Tenía que ser alguien que la conociera para que ella fuera con él y, a la vez, parecerse tanto a Chaparro como para que la mujer se confundiera desde la casa. Aquello no iba a ser fácil…