Autor: Don Toribio Hidalgo
El sargento Padilla sabe que estas cosas no se pueden dejar de lado, que acaban en las manos y que luego se lamentan desgracias mayores. Perder una vaca es algo grave y estas gentes del campo se lo toman como algo personal. Llegados a la granja, acompañado de Madales y Chaparro, comprueba que Frascaleto y su hijo están armados hasta los dientes, incluyendo un trabuco y pide a los policías que le acompañen a darle su merecido a ese Galíndez. Con la habilidad propia de la experiencia, Padilla pide, si ha de detener a alguien, ver el cuerpo del delito. Piensa que ver la vaca les dará tiempo a que se calmen los ánimos. Ya está allí el veterinario que está eviscerando a la difunta acompañado de alguno de los peones de la finca. Él explica que no ha sido atacada por perros, sino por algún animal más grande, quizás un lobo o algo mayor.
Frascaleto se calma un poco y permite que los policías monten una batida para sacar al supuesto animal de los montes cercanos. Tratándose de lobos, incluso Galíndez se ofrece para ir con el grupo. No es un rato agradable, ambos vecinos se dedican comentarios hirientes durante toda la tarde y el lobo, si es que es un lobo, no aparece.
La cosa se complica cuando uno de los pastores de la montaña, a cuyo refugio han ido a pasar la noche para continuar la caza al día siguiente, les cuenta la historia del viejo lobo blanco, un enorme animal que ha muerto varias veces y que siempre vuelve para seguir matando ovejas, vacas y personas. Seguro que la guerra, con todos sus muertos y toda su sangre, ha hecho que vuelva de nuevo…