Llego hasta aquí
Arenas de sangre
Las salvas de la artillería naval pasaban por encima de su cabeza mientras los ridículos lanchones de desembarco cabeceaban arriba y abajo en una marea que parecía haberse vuelto en contra de ellos. Algunos rezaban, otros temblaban de miedo, menos Gonzalez que iba durmiendo y Rogers tuvo que despertarle de un codazo.
El infierno se desató segundos antes de que la puerta de la barcaza cayera sobre el agua. Las ametralladoras fijaron su atención en los recién llegados y sus dardos golpearon en los laterales y pasaron por encima de sus cabezas. Los primeros en desembarcar, los desertores que tuvieron que buscar la última noche, murieron en primer lugar. La segunda fila también cayó, pero la tercera consiguió cruzar la barrera. Algunas explosiones de humo les cubrieron y la Sangrienta Siete llegó a la playa sin muchos incidentes, aunque con dos miembros menos de los que nadie recordaba su nombre.
Las protecciones anticarro era una buena defensa y avanzaban de una en una siempre hacia el interior, hacia los farallones rocosos que se alzaban al sur. Cuando salías de tu posición, tenías que confiar en que tu compañero abandonara la suya antes de llegar. De alguna forma, como más tarde comentaría Snelling, era una especie de macabro juego de beisbol. Había que avanzar de base en base sin que te alcanzara aquella maldita MG42.
Al final llegaron a un pequeño montículo de arena formado por la marea alta y que ofrecía una protección si mantenía la cabeza y el culo pegado al suelo. Dos de los nuevos reemplazos habían sobrevivido y en ellos recayó la gloriosa tarea de acercarse con los Bangalore. El primero cayó a los 2 metros. El segundo llegó un poco más allá. Peters era el siguiente, pero el sargento le detuvo. Aquello era una locura.
Es difícil precisar cuánto tiempo pasaron agazapados en la playa, pero el capitán de la unidad acabó apareciendo. Tocó el hombro de Rogers y le dijo por encima del tronar de las armas:
—¡Sargento! ¡Tenemos que tomar esa riera —y la señaló— para que nuestros muchachos puedan salir de este infierno!
El sargento señaló al búnker de hormigón que los tenía copados y dijo:
—Esa gente no se muestra muy colaboradora, señor.
El capitán señaló al horizonte, al mar, donde se adivinaban los perfiles de los barcos y dijo:
—Esos destructores tienen orden de bombardear esta posición en cinco minutos. —Y miró su reloj.
—¡Ahhhh! —Y al grito de Rogers, lo que quedaba de la compañía, salió del parapeto y encontró una salida de aquella sangrienta playa.