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jueves, 21 de noviembre de 2024


 

Jäger

(4ª Entrega)

25 de agosto de 1944

Campo de prisioneros

Hoy se cumplen cuatro meses desde que fui capturado. Junto a mí, varios miles de hombres que fácilmente formarían diez o doce divisiones, compartimos el mismo destino. Nadie sabe con certeza qué harán de nosotros, y es esta misma indefensión la que más duele a hombres acostumbrados a decidir por sus vidas, como es mi caso.

Estamos repartidos por un total de cuatro campamentos de unos treinta y dos mil prisioneros cada uno. Hay zapadores que en la vida civil eran maestros de escuela, granaderos que eran carpinteros, francotiradores policías, operadores de radio químicos, o submarinistas que una vez fueron contables. No existe una sola actividad civil o militar que no se halle representada entre nosotros.

A pesar de estos muros de arena, la disciplina no ha decaído. La cadena de mando permanece intacta y nuestra moral sigue alta. Sobre el campo flota la sensación de que no todo está perdido, y es esta esperanza la que nos hace fuertes. Si tuviéramos la oportunidad de rearmarnos, seríamos de nuevo una amenaza formidable.

27 de agosto de 1944

Doy por supuesto que nos debe rodear todo un ejército de guardias, pero su presencia apenas se deja sentir entre nosotros. Algunas ametralladoras en unas cuantas torres, alambre de espinos alrededor de sus barracones, y un taciturno puesto de control a la entrada del campo por el que sólo pasan los camiones de suministros y algún que otro soldado ingles de permiso. Casi se diría que ellos son en realidad los prisioneros.

La libertad que disfrutamos dentro de los límites imprecisos de nuestra pajarera es casi total, y no son infrecuentes los paseos que damos hasta un cerro contiguo desde el que disfrutamos del olor a salitre de mar (del que nos separan unos quince kilómetros y una asfixiante franja de desierto) y de unas salidas y puestas de sol como jamás había visto.

Los ingleses se limitaron a arrojarnos a la arena y proporcionarnos los víveres; de su reparto y administración nos encargamos nosotros mismos dando prueba una vez más de nuestra capacidad organizativa.

En referencia a estos víveres, he de decir que nunca son suficientes, y menos aún si su calidad raya la indecencia. A unas cuantas latas de aceite rancio hay que añadir algunas cajas con una inquietante frase garrapateada en sus laterales: "Sólo para Prisioneros de Guerra". Después de leer esa advertencia no era de extrañar que su contenido fuera una serie de desperdicios que, ni siendo muy optimista, podría considerar comida. Nadie ha logrado convencerme de que su origen no era la basura barrida directamente de los almacenes británicos, cuidadosamente embalada, y distribuida después por todos los campos de prisioneros del Imperio. No cabía duda de que era una forma ingeniosa de reciclado. Había trozos de pan mordido, panceta mohosa, patatas de un repugnante color entre verdoso y negruzco, así como una pintoresca provisión de colillas, trozos de lápiz, servilletas y el plato especial del campo: garbanzos con guarnición de gorgojos. Sabíamos que la cocina inglesa era mala, pero nunca imaginamos hasta qué punto.

En el momento en que escribo estas líneas, Ritter ha sacado su cámara fotográfica y me dice que sonría. No debe extrañar que dispongamos de ciertos lujos. La comida es mala, sí, pero en muchos casos resulta mejor que la de los libios y egipcios con los que comerciamos a escondidas. Una lata de aceite a tiempo puede hacer milagros, como que aparezca en nuestras manos una cámara con numerosa provisión de carretes robados a los ingleses. Por un lado nuestro almuerzo lo constituían gorgojos rellenos de pasta de garbanzos, pero por otro, teníamos a nuestra disposición una serie de aparatos de última tecnología que serían la envidia de más de un gentleman de Picadilly. La guerra a veces tiene esas cosas.

Campo de prisioneros

 

 

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«Yo voté al presidente Ayala.»

Anónimo