Llego hasta aquí
Jäger
(3ª Entrega)
21 de Agosto de 1946
Mientras escribo, observo mis pies. La arena y el sol los han maltratado. Están resecos, llenos de durezas y oscuros, casi negros. Aquí es inútil llevar botas, hace tiempo que las mías fueron pasto de las piedras. Ir descalzo es más práctico... y también más peligroso:
La picadura venenosa de un alacrán puede acecharte oculta bajo cada brizna.
Si la higiene es siempre útil, aquí se hace imprescindible. No hay agua, pero la arena empapada de rocío al amanecer suple el agua corriente y es tan abrasiva como cualquier esponja, con la ventaja de que elimina la suciedad al tiempo que le hace la vida imposible a los parásitos que se empeñan en colonizar los espacios entre los dedos y bajo las uñas.
Los pies y la limpieza me recuerdan al cabo primero Gratz. Aproximadamente por la misma fecha que mis desventuras con los sargentos Schreader y Koch, un nuevo contingente de novatos llegó a la academia dándonos aquella pareja de sádicos unas semanas de respiro. Los sustituyó Gratz.
Resultaban patéticos sus intentos por llegar al refinamiento de sus compañeros, sobre todo porque en aquellas fechas yo mismo tenía una graduación similar a la suya, y llegar a cabo no era una gran hazaña. Sin embargo, como su rango era mayor (y no faltaban ocasiones en las que restregarnos a la cara su autoridad), debíamos obedecerle.
Entre sus costumbres más repugnantes, la de revisarnos los pies mientras dormíamos, era la mayor. Esperaba a que las luces se apagaran para hacer su ronda nocturna. Decía que era por motivos de higiene, pero muchos pensábamos que las verdaderas razones eran otras algo menos filantrópicas.
Como decía, su revisión de pies comenzaba desde el momento en que se apagaban todas las luces de los barracones y nos creía dormidos. Puedo asegurar que nadie pegaba ojo durante la revista y que muchos hubiéramos dado cualquier cosa por hacerle probar un poco de su propia medicina a aquel malnacido, sobre todo por la forma impertinente que tenía de levantar la frazada y por la bocanada de aire frío que se nos colaba por debajo de ella con sus maniobras.
Con el tiempo su audacia fue en aumento y, no satisfecho con mirar los pies a la luz de su linterna, llegaba a acercar las narices, e incluso los tocaba. Por supuesto, si alguno se había acostado sin lavárselos concienzudamente, lo mandaba a las letrinas entre blasfemias y no le dejaba volver a la cama hasta que brillaran.
Entre mis cualidades y defectos se cuenta mi rapidez a la hora de urdir venganzas. En otras cosas es posible que sea algo más negado, incluso torpe, pero en "maquiavelismos" soy el primero. El caso es que no pasó mucho tiempo hasta que se me ocurrió la manera de darle una buena lección a aquel tipo.
-Supongo que no soy el único al que incomodan las revisiones de pies del cabo primero
Gratz -comenté a mis camaradas reunidos en uno de los barracones-. Yo he llegado al límite y sé la manera de cortar de raíz esa costumbre tan fea, pero necesito vuestra ayuda. ¿Quién está conmigo?
Ni que decir tiene que en un instante todas las manos se levantaron y que en esa reunión se acordó que cuatro de nosotros, conmigo a la cabeza, prepararíamos el plan que acabaría definitivamente con las revisiones podológicas del cabo Gratz.
Después de algunos ensayos, la fruta pendía madura, así que decidimos poner en marcha la primera fase del plan. Durante varios días yo me mostraba nervioso, con la frente bañada en sudor (natural o proveniente de la ducha más cercana) y la mirada perdida. Este comportamiento no pasó inadvertido y al poco tiempo ya teníamos al cabo haciendo preguntas a mis compañeros sobre esta anomalía. Ellos le respondieron que yo había recibido malas noticias de casa y que eso había agravado una vieja dolencia mental que yo sufría, sobre todo al caer la noche. Al cabo le pareció todo aquello un montón de tonterías y amenazó con abrirme un expediente en el caso de que mi comportamiento afectara al rendimiento de la unidad. Ya teníamos al pájaro junto a la trampa.
Esa misma noche, y sin hacer caso a las advertencias de mis compinches, el cabo hizo su ronda como si tal cosa. Y todo le fue bien, hasta que la imprudencia le llevó a levantar la manta que cubría mis pies. En ese mismo instante, y con todas mis fuerzas, le propine una patada en la boca que, si no le saltó hasta la última muela, con seguridad se la dejó bailando. Cayó al suelo como un saco de manzanas y comenzó a insultarme con toda sus fuerzas mientras yo hacía como que me despertaba sorprendido y me cuadraba delante suyo.
-¡Usted cochino! -me espetó con la cara, granate de rabia. A lo que yo respondí en posición de firmes y con la vista al frente:
-Usted cochino.
-¡Usted mierda! -volvió él a la carga aún más colérico.
-Usted mierda -le respondí sin variar un ápice su propia entonación.
-¡Usted punto interrogativo cagado en el aire!
Este insulto, he de admitirlo, me resultó novedoso, pero yo repetí impertérrito:
-Usted punto interrogativo cagado en el aire.
Así continuamos un buen rato, hasta que fue evidente que la partida terminaría en tablas en medio del cachondeo del resto de la tropa. Por eso, sin dejar de insultarme y escupir sangre, se marchó directamente a la enfermería. Al menos por esa noche dormiríamos con los pies tranquilos... Sin embargo, y como era de esperar, aquella agresión a un superior no iba a quedar impune. Por eso, a primera hora, el cabo Gratz, dos de mis compañeros y yo mismo, esperábamos a ser recibidos en el despacho del capitán de la compañía. El primero en pasar y dar su versión, fue el propio cabo. Su entrevista no fue larga y en apenas veinte minutos había terminado. Salió de la oficina con expresión de victoria y paso firme, alegre porque aquel sería sin duda el final de mi carrera como militar. Uno de mis compañeros, al ver su sonrisa triunfal me comentó:
-Jupp, no sé lo que estás tramando, pero de ésta no creo que salgas bien parado.
-No te preocupes -le respondí-. Si me conocieras un poco más sabrías que guardo un par de ases en la manga. De todas formas, ahí dentro, seguidme la corriente pase lo que pase.
Cuando nos tocó el turno, entramos al despacho. El capitán, un tipo bastante simpático y al que yo caía especialmente bien, nos recibió de pie junto a su escritorio y con la mano apoyada en los informes que esa misma mañana había redactado el cabo Gratz. La expresión de su semblante no invitaba precisamente a la alegría.
-Soldado Mutz -dijo con gravedad-. Me temo que la falta de disciplina que demostró anoche no puede ser pasada por alto de ninguna manera, y usted sabe perfectamente lo que eso significa, no en vano sus notas son las mejores en el estudio del Reglamento Básico. ¿En qué estaba pensando Jupp? -me preguntó visiblemente preocupado- ¿Acaso no deseaba llegar a oficial?
-Señor, le aseguro que mi carrera hacia la oficialidad jamás ha gozado de mejor salud.
-Lo siento, pero esto no es ninguna broma: además de agredir a un superior, se ha atrevido a insultarle en su cara, ¡y delante de testigos!
-Admito que el cabo Gratz recibió un puntapié involuntario cuando procedía a una de sus rutinarias revisiones de pies...
-¿Revisiones de pies? Explíquese.
-Si, señor. Supongo que sabrá que el cabo primero Gratz tiene la costumbre de pasar revista a nuestros pies cada noche…
-En fin, jamás había oído algo semejante. Continúe.
-Sin embargo, debo añadir en mi defensa que semejante agresión fue en cualquier caso absolutamente inconsciente, mis propios compañeros pueden confirmarle que mi actual estado nervioso me obliga a reaccionar violentamente cuando soy despertado de formas, digamos, poco ortodoxas.
-¿Es eso cierto?
Mis acompañantes asintieron...-Y respecto a los insultos, debo decirle, señor, que sólo apliqué a raja tabla el Reglamento Básico de la Wehrmacht, que es el que rige también para la Luftwaffe.
-¡Vamos, vamos! Sólo me quedaba eso por oír. ¿Me vas a decir ahora que hay un artículo que permite la insubordinación?
-No, señor, la insubordinación, no. Pero sí indica claramente el deber de todo soldado de repetir literalmente todo lo que un superior le diga, sin variar en absoluto ni el sentido, ni el contenido de sus palabras, de lo contrario se haría acreedor de una sanción.
Por tanto, si el cabo me decía "usted cochino", yo no podía decir "yo cochino", ya que estaría variando lo que él me decía, sino que debía repetir sus palabras con exactitud; aunque su contenido, como es evidente, me resultara violento. ¡El reglamento es el reglamento, mi capitán! Y mi obligación…
-Pero… ¡Esto es una locura! -murmuró para sus adentros- A ver, dígame cuál es ese artículo.
-Sí, señor. Artículo 32, sección tercera, epígrafe dos. Dice así: "Siempre que un superior..."
-No se moleste, sé leer.
El capitán sacó de uno de los cajones de su escritorio un ejemplar del reglamento. Pasó algunas páginas y, por la expresión de su cara, comprobamos que había dado con el artículo. Cerró de un golpe el libro y se giró hacia la ventana conteniendo una carcajada.
-A ver -añadió cuando logró vencer la risa-, hagan pasar de nuevo al cabo primero
Gratz.
No transcurrieron ni quince minutos cuando el cabo estaba entre nosotros. No podía ocultar cierta perplejidad, sobre todo al ver una inquietante sonrisa en mis labios.
-¿Qué desea de mí, señor?
-Deseo que ésta sea la última vez que me haga perder el tiempo. A ver, recíteme textualmente el artículo 32, sección tercera, epígrafe dos del Reglamento Básico de la
Wehrmacht.
-Sí, por supuesto. El artículo dice..., bueno, lo que quiero decir es que...
-Nada, que encima no se lo sabe. Soldado Mutz, haga el favor.
-Por supuesto, señor.
Recité de carrerilla el artículo, y con cada palabra que decía, notaba cómo el cabo se iba poniendo más y más pálido, y su tamaño encogía hasta casi desaparecer bajo la alfombra, o eso hubiera deseado él.
-¿Ha quedado claro? -espetó el capitán- Ahora, desaparezca de mi vista... El cabo giró sobre sus talones y, sin todavía haber encajado aquel revolcón, recibió una nueva advertencia del capitán.
-Por cierto, cabo Gratz, una cosa más. Por favor, no sea patético y déjese de revisar los pies de mis muchachos, o tendré que expedientarle a usted por degenerado.