Hoy sabemos que la fiebre amarilla se contagia por la picadura de un mosquito que transmite un flavivirus, pero en 1808 se conocía la enfermedad, pero no así el método de transmisión. Se sabía que era una enfermedad procedente de América y, en concreto, de la zona del Caribe y que afectaba a las ciudades portuarias y ribereñas. Se asociaba con algo que llevaba en el nutrido comercio, pero no se sabía qué. Ciudades como Cádiz, Sevilla, Cartagena, Málaga, Granada, Alicante, Valencia, Barcelona o Palma de Mallorca tuvieron sus brotes de fiebre amarilla durante el siglo XIX. Durante la guerra de la Independencia y dado el desconocimiento general, los brotes fueron más devastadores que a mediados o finales del XIX.
La fiebre amarilla se incuba en 3 a 6 días y es posible pasarla sin darse cuenta, sin síntomas, y esta es una de las razones por las que entraba a través de los puertos a bordo de enfermos que no sabía que lo estaban. Sus síntomas leves son fiebre, dolores musculares (en especial en la espalda), dolor de cabeza, pérdida de apetito, náuseas y vómitos. Estos síntomas desaparecen solos a los 3 o 4 días de aparecer. Hasta aquí, la enfermedad puede parecer otra cosa (un mal resfriado, por ejemplo) y eso dificultaba el diagnóstico a tiempo. Si la enfermedad se agravaba (lo que ocurría 24 horas después de la remisión de los primeros síntomas), la enfermedad atacaba a los órganos internos (en especial al hígado) y volvía la piel y los ojos del enfermo amarillos (de ahí el nombre de la enfermedad), además de oscurecer la orina, provocar de nuevo vómitos con gran dolor abdominal y el sangrado oral, nasal y ocular. La mayoría de los pacientes que se ponían amarillos, moría al cabo de 7 a 10 días. Sigue leyendo