El reclinatorio es un pequeño mueble que tenía por finalidad servir a las más altas instancias del clero y de la sociedad para cumplir con sus deberes religiosos desde casa con el objetivo de evitar mezclarse con las clases sociales más bajas. Así era habitual que a los hogares de las gentes de clase más alta acudiese un representante eclesiástico.
El reclinatorio data del siglo XV y siendo quizás hoy en día uno de los muebles eclesiásticos más conocido y más numeroso se le puede considerar el mueble por excelencia. Normalmente se ubicaba en los dormitorios de las casas de personas adineradas, o en su defecto en alguna alcoba adecentada para el menester.
Suele estar fabricado en madera y está conformado por un peldaño bajo sobre el que reclinarse y un atril en el que se pueden apoyar los brazos o colocar un misal. Lo común que estén tapizadas y acolchadas ambas partes para que la persona que esté rezando se encuentre más cómoda. Lo habitual es que se coloque frente a una talla religiosa o a un retablo para rezar ante estos.
Al final de su vida, cuando el Papa Luna (Benedicto XIII) ya se encontraba «exiliado» en el castillo de Peñíscola se cree que consiguió para sus aposentos privados uno de los primeros proto-reclinatorios. Básicamente debía de ser del mismo estilo de los conocidos, aunque aun toscamente labrado. Se supone que por las noches se reclinaba en él y rezaba hasta la extenuación por la salvación de las almas inocentes engañadas por los herejes que, decían, lo habían depuesto. A él, el único de los 3 papas que ejercieron a la vez que había sido elegido cardenal.
A su muerte, este reclinatorio fue una de las piezas que se les perdió la pista. Alguna vez se rumoreaba que algún rico mercader lo había conseguido. Se le supone que viajaba por amplias zonas de Italia, sudeste de Francia y lugares de la Corona de Aragón. Con el tiempo aun se espació más en el tiempo las referencias a la posible propiedad del reclinatorio.
Llegados a estos días se cree que está localizado en Cunia y que se encuentra en posesión de un empresario de renombre, y de cierta fama «gris». Nadie ha podido atestiguar si el propietario es Rafael González o Don Víctor. Vaya usted a saber si no es ninguno de los dos. Pero esta rumorología, sin concretar dueño, le atribuyen el que se reclina a rezar con mucha vehemencia durante horas en momentos en los que tiene que tomar radicales decisiones. Decisiones que implican, cuanto menos, baños de sangre tiñendo las calles de la ciudad.