El clima va mejorando con cada día que pasa y las nieves ya solo resisten en las zonas sombrías, donde el sol nunca alcanza. El caminar es alegre y las pieles de brako recién cazadas les permitirán hacer buenos negocios allá a dónde se dirigen. Escuchan un golpeteo sordo mucho antes de verlo, pero cuando superan la última de las colinas pueden contemplar, en toda su extensión, el grakin de Aguaclara, el mayor asentamiento de la civilización en palabra del propio Lobo.
—No sé cómo pueden vivir ahí todos hacinados —responde al comentario Aarthalas.
Pero viven y prosperan y parece que hay más refugios que la última vez que estuvieron en ella, en tiempos demasiado pretéritos como para recordarlos. El río Púrpura lengüetea los arrabales y en él se puede distinguir a un ejército de pescadores. Columnas de humo se elevan de dentro y fuera de los hogares y los niños corretean entre los puestos de los vendedores con una parte de diversión y otra de curiosidad. El origen de los golpes está en el norte de la ciudad, varios mendwan de anchas espaldas desnudas al sol intentan clavar estacas de gran tamaño en el terreno. Han construido una torre de madera y desde ella, mediante lianas, dejan caer una piedra sobre la cabeza del tronco de un árbol, pelado y preparado para clavarse. Ya han clavado varios, pero lo primeros empiezan a ser cubiertos con tierra empapada de río y ramas de diferentes tamaños.
—¿Tiene Aguaclara algún conflicto? —interrumpe los pensamientos la curiosidad de Kel.
—Solo consigo misma —responde enigmático el Slissu, el chamán del grupo.
Aún tardan un puño en llegar hasta el límite del grakin y allí, para su sorpresa, se topan con una especie de guardianes de los accesos que les dan el alto y les preguntan por el motivo de la visita.
—¿No es evidente observando nuestra carga y el polvo del camino? —responde Lobo sin despegar muchos los labios.
Sin amedrentarse, uno de los mendwan le contesta:
—Si vas a comerciar en la ciudad, tendréis que pagar la tasa. Una de esas pieles de brako será bastante.
—Hablaremos antes con Ursus para que nos explique cómo se ha convertido este grakin en una cueva de ladrones.
—Suerte —y se hace a un lado para dejarle pasar—, llevamos muchos días sin ver a Ursus; algunos creen que ha muerto. —Y la sonrisa deja claro que la idea le agrada.
Los compañeros de viaje de Lobo saben lo que va a ocurrir antes de que suceda. Nadie habla mal de Ursus en su presencia. El jefe de la caravana solo necesita un golpe para derribar al extorsionador y Slissu solo una mirada con su lengua vibrando en el aire para que los que quedan en pie les franqueen la entrada al grakin. Una vez dentro, Lobo les anuncia:
—No me gusta nada los tipos que nos hemos encontrado al entrar, así que acamparemos como si estuviéramos en medio de una manada de dientes de sable. —El resto asintió, pensaban igual. Tras comprobar el inicio de los preparativos, Lobo desapareció, como aquel día que estaban en medio de una nevada y les acosaban los brakos.