Número: 45. 4ª época. Año XXI ISSN: 1989-6289
Cuando me aburrí de perder el tiempo con las moscas, decidí echar una mano a Hermann Bauer, el pintor de mi pajarera. Con el fin de resguardarnos del calor y de la sequedad del aire, muchos de nosotros habíamos practicado unos agujeros de hasta metro y medio de profundidad justo debajo de la lona de nuestras tiendas. Es curioso, pero a tan solo treinta o cuarenta centímetros bajo tierra, la arena está tan apelotonada por la humedad que forma una pared fresca y resistente, hasta el punto de permitirnos tallar en ella una serie de sillas y literas de una comodidad sorprendente.
Como iba diciendo, aquel no iba a ser un día especialmente interesante, así que me entretuve en observar a Bauer y sus intentos por obtener pintura de una piedra negra machacada.
-¿Sabes lo que estoy haciendo? -me dijo con una sonrisa casi triunfal, como si hubiera logrado burlar con ingenio las privaciones de nuestro encierro-, si machaco muy bien esta piedra y hago así... le escupo un buen gargajo, ¡habré fabricado pintura negra!
Decidí no contestarle y seguir mirándolo, al fin y al cabo, mi apasionante aventura con las moscas no era mucho mejor que aquello.
-Pero si tuviera pintura roja -continuó-, no sabes bien qué maravillas saldrían de estas manos...
-Si quieres yo puedo conseguirte un poco.
Las palabras salieron de mi boca casi sin pensar y no había transcurrido ni una décima de segundo cuando ya me arrepentía de haberlas dicho. Con seguridad el calor estaba afectando a mi proverbial indiferencia, pero ya era tarde para desdecirme. Bauer se levantó del suelo y acercó su rostro sudoroso a un palmo del mío.
-¿De verdad lo harías? -me preguntó con los ojos muy abiertos, como sorprendido por mi repentino ataque de altruismo.
-Bueno, en realidad... -quise corregir, pero era inútil. Un efusivo apretón de manos y unas palmadas en la espalda fue toda la respuesta a mis dudas.
Abrió la lona de su tienda y cuando quise darme cuenta ya estaba fuera de ella, al sol y maldiciendo mi estúpida bocaza. Allí, de pie, con las manos en los bolsillos, la arena en los zapatos y una cara de tonto más llamativa que un toque de diana, me asaltó una terrible sensación de curiosidad, una especie de fascinación científica que podría resumirse en una sola frase: ¿Cómo demonios sería capaz de cumplir mi promesa?
Entonces recordé al sargento Appleton, uno de nuestros carceleros. Se trataba de un campesino inculto y malhablado de la Gales profunda que no se sabe bien cómo, había conseguido timar a algún superior para hacerse con sus galones, o los había ganado en una caseta de tiro al pato. Ciertos o no, por el campamento circulaban rumores sobre este individuo que lo ponían detrás de una serie de cartelitos con dibujos de chicas de vida alegre (en posturas no menos alegres) que a veces se podía encontrar en las letrinas, en las puertas de los barracones, o en cualquier sitio de tránsito. Entonces mi mente comenzó a trabajar en un plan que me proporcionara la ansiada pintura roja para Bauer, y quién sabe qué otra cosa más.