Hay quien comienza a escribir a partir de un argumento, un esqueleto de historia que plantea antes de redactar una sola frase. Otros a partir de un personaje que encuentran interesante, del que conocen mucho mejor que la historia que después escribirán sobre él o ella. Otros a partir de una imagen, una escena inicial, un vistazo furtivo a una historia que casi nos parece de otro, porque está separada de un contexto más amplio. Yo soy de estos últimos.
La imagen de partida desde la que imaginé una historia de superhumanos y empezé a construirla en mi cabeza, fue la de un chico de veintipocos que camina por un callejón escuchando música a través de los auriculares. El chaval sabe que es un callejón solitario, se siente en privado y hace algunos pasos de baile mientras camina. Lleva el volumen al máximo y es un tema de bajos potentes. No puede escuchar ni ve venir al grupo de agresores. El primer golpe es en la cabeza y le tumba de inmediato. Apenas logra ver venir los siguientes, intercalados con insultos. La paliza es mortal. Cuando llegan los sanitarios, avisados por un vecino, le encuentran con el corazón parado. Pero el protagonista despertará en el hospital horas después. Sus heridas habrán sanado más rápido de lo humanamente posible y él es el principal sorprendido y asustado, más incluso que los médicos. Su recuperación ha activado un protocolo especial. Cierto grupo especial de la policía quiere hablar con él. Pero este personaje que he creado está demasiado acostumbrado a tener que ocultarse y prefiere escapar por la ventana, pensando quizá que la muerte es mejor que el destino que sabe que tienen las rarezas como él. Aterriza tres pisos más abajo, a los pies del hospital, indemne. Corre, huye, se pierde en la sombra de la madrugada. Sigue leyendo