Llego hasta aquí
3x04 - El fuego del odio
Aún no se habían acabado los rescoldos de su primer encontronazo con los tipos malencarados del pueblo, cuando se olieron que iba a haber problemas, o mejor dicho, olieron el problema. El humo se colaba por debajo de la puerta de su habitación, que compartían por seguridad y economía, y los gritos de la vieja posadera rompían el crepitar de las maderas.
Madales fue el primero en saltar por la ventana. La calle tenía cierta pendiente y el primer piso no quedaba tan lejos. Aun así, cayó como un fardo de patatas encima de un carro. Chaparro le siguió, no sin antes, arrojar por la ventana las escasas pertenencias que tenían. Su caída tampoco se vistió de gracia. Padilla fue el último en saltar, como si fuera un gato de esos de la capital, embozado en la capa y con las armas en la mano.
Algunos vecinos estaban formando una cadena para llevar agua desde el pozo a la posada, pero el fuego era vigoroso y harían falta más brazos para sofocarlo. "Y su marido" preguntó el sargento a la posadera mientras los dos cabos arrimaban el hombro con los cubos. Ella señaló dentro y entre gimoteos y lamentos dijo que intentaba salvar todo lo que pudiera. Y al grito de "perderá todo el insensato" se introdujo en la antesala de ese infierno. Saldría pocos minutos después, envueltos ambos en una manta empapada de cerveza humeante por el calor. El posadero lloraba, pero sus manos aferraban un hatillo con lo poco que había podido salvar. Su mujer le abrazó, ella hizo lo propio con él.
La cadena humana aumentó. No era buena vecindad; les preocupaba que le viento llevara el fuego a otras casas, las suyas. Cuanto antes apagaran el incendio, menos peligro correrían. El tejado se derrumbó sobre el interior y tras ello, apagar el fuego fue más fácil. Las paredes de piedra lo ahogaban y el agua lo fue apagando. Ya era media mañana cuando dos pequeñas columnas de humo era el único recuerdo de lo que había pasado.
El sargento se dirigió al posadero para ofrecer su ayuda, pero la mujer de éste no le dejó intervenir:
—¿Por qué tuvisteis que venir aquí…?
—¡Calla mujer! ¡Que nos pierdes!
—¿Más, Adolfo? ¿Qué más podemos perder?
—La vida, querida, la vida. Si no llega a ser por este señor, no lo contaba… —Y sus ojos agradecieron el gesto. Una mirada mucho más amable que la que la cuadrilla recibiera el día de su llegada.
—Señora -le responde el sargento-, no sé si esto es en respuesta a nuestra presencia o no, pero sea como fuere, es un atentado contra la autoridad y está penado con la muerte. Tiene nuestra palabra de mangas verdes de que antes de que nos vayamos de aquí, los responsables se habrán enfrentado a nuestra justicia.
Y así nació la justicia de la rojo y oro…