Llego hasta aquí
2x02 - El bautizo de la «matafranceses»
La mañana se levantó torcida, o al menos eso piensa Chaparro mientras realiza el camino hacia la capital de la provincia. Su jefe ha tenido la ingeniosa ocurrencia de mandarle como un vulgar correo para unas peticiones al oficial superior de su orden. Necesitamos más gente, más armas, más municiones o más dinero para pagar lo anterior. Cuando te vea, había dicho el hijo de mala madre, sabrá que estamos en apuros gordos y entenderá mi carta. Y no es por el viajecito. A quién no le apetece cabalgar por estos caminos lleno de bandoleros, de guerrilleros estúpidos o, pero aún, de franceses en una fría mañana de final de invierno. Con lo bien que estaría él con una frasca de vino y unas castañas para contar las horas.
Cruza varias poblaciones y en todas ellas su uniforme despierta recelos y respeto a partes iguales, pero no puede detenerse a dar explicaciones y continúa su camino sin pausa y sin preguntas. La mañana da paso al medio día y este a la tarde y cuando el sol parece esconderse tras las cimas de la sierra, llega a una villa de nombre presuntuoso y de gentes más petulantes que su nombre. A Chaparro no le gustan aquellas gentes y a su montura tampoco que pifia con desagrado ante el olor a humanidad, un aroma de orines, sudores y esputos.
Pregunta a un zagal, de apenas siete primaveras, por la ubicación de una posada y este le señala sin pensárselo una a pocas calles de distancia. De una de las alforjas extrae una hermosa manzana y se la ofrece al niño. Este la hace desaparecer en su zamarra con arte y experiencia. Sonríe y desaparece tras una vieja valla de madera.
La taberna y posada reza el nombre de "El Pico de Oro" y Chaparro se sorprende por la figura de un sacerdote que adorna el letrero. Quizás sea una figura local a la que se venera, pero nunca ha oído hablar de ella. Todo parece reciente, como si la casa se hubiera construido hace poco y dado que Chaparro no la conocía, es bastante probable que así sea. Él hubiera preferido la vieja "Dama", pero ardió ya hace dos años.
El lugar está concurrido y aunque al principio hay algún silencio al entrar, los parroquianos no le prestan más atención que la que él les dedica. Busca al posadero, fácil de identificar porque es el único que suelta jarras en vez de cogerlas, y le pide una habitación para pasar la noche. Le señala una mesa sin hablar y sigue a su trabajo.
Una jarra de buen vino después, tres soldados franceses entran en la hospedería. Deben haber visitado ya algunas cuantas y se pavonean y se chulean como si el local les perteneciera. Echan a unos ancianos de su mesa y empiezan a importunar a unos y a otros con sus comentarios. Hablan en español, para que les entiendan, y ponen en duda el valor y la hombría de todos los que luchan contra los franceses. El fin de la guerra está próximo, aseguran, y pronto ya nadie hablará esa lengua de bárbaros.
El posadero le indica que la habitación está lista justo en el mismo momento que los franceses piden una segunda ronda y se niegan a abonar la primera asegurando que era de muy mala calidad. Chaparro pide al buen hombre que suba sus cosas a la habitación y el se queda en la sala acariciando a "matafranceses", su nuevo cuchillo de destripar. Quizás alguien tenga que enseñar las costumbres locales a los visitantes esa noche...