Acampaban para pasar la noche en su camino hacia el norte. Patas, Bigotazos y Lanudo ya estaban liberados de su carga y los seis esclavos se afanaban por separarla de las patas de los animales y colocarla como a Lobo le gustaba. Los tres guerreros montaban guardia, Sonrisas preparaba el fuego para la cena y el resto de la caravana se dedicaba a otros menesteres. Fue entonces, sin aviso, cuando un estruendo sacudió la noche, un golpe sordo que hizo cimbrear sus oídos y que fue seguido por otros dos de menor intensidad en apariencia. Parecía como si el cielo se estuviera cayendo sobre sus cabezas. Todos giraron la mirada hacia la salida del sol y allí descubrieron tres regueros rojos como la sangre. Se extendían de arriba abajo muy inclinados hacia el sur; tenían un núcleo de un rojo intenso que iba dejando tras de sí una línea anaranjada que adelgazaba poco a poco. Era como si una garra de un enorme felino estuviera rasgando la existencia.
Cuando se apagó, solo hubo silencio, ni siquiera los habituales sonidos de los insectos o de los depredadores nocturnos, ni las bestias de carga, ni Kel, solo silencio. Sigue leyendo