Número: 43. 4ª época. Año XXI ISSN: 1989-6289
Hoy el calor nos ha golpeado con especial saña. No sabría decir exactamente qué temperatura se ha alcanzado, pero con seguridad ha sido muy alta. Ni siquiera las moscas que nos torturan cada día, se han atrevido a moverse de sus escondites, así que pasé un rato entretenido buscándolas entre los pliegues de mi tienda y tras capturarlas con extrema facilidad dado su atontamiento, me he dedicado a meterlas en un bote vacío de lentejas para escuchar sus protestas a través del vidrio.
Parece mentira cómo llegamos a adaptarnos y hacer tolerables hasta las condiciones de vida más extremas. En Rusia, en pleno invierno del 42, sin moscas y con una temperatura próxima a los 50 grados bajo cero, éramos capaces de sobrevivir e incluso bromear casi igual que ahora, pero con una diferencia de noventa grados.
Aunque se formara un carámbano amarillo cuando orinábamos detrás de algún camión, o contempláramos con una mezcla de repugnancia y compasión las narices y orejas cercenadas de algunos compañeros que no habían tenido la precaución de mantenerlas calientes, a pesar de todo eso, digo, aún disfrutábamos entre escaramuza y escaramuza de pequeñas batallas con bolas de nieve, de baños reconstituyentes en lagos helados y, sobre todo, del terrible "¡Oh, mierda!", que era como todos conocíamos a la sabia combinación de sauna y revolcón en el hielo justo a primera hora de la mañana. Todo por supuesto sin anestesia; a lo macho.
Pero también había rusos.
Recuerdo una mañana especialmente agradable en la que teníamos órdenes de realizar una patrulla rutinaria por los alrededores de nuestra posición. Hacían unos primaverales veintisiete grados bajo cero, y un sol blando como la llama de un candil sin aceite, rasgaba de amarillo el cielo de Rusia. Nos separaban escasos kilómetros de Velikiye Luki y frente a nosotros se extendían las suaves ondulaciones del río Lovat. Pero todo aquello era cualquier cosa menos bucólico. Estábamos en guerra y el sonido de algunos disparos se encargó de recordárnoslo.
A unos doscientos metros de distancia, un puente de piedra cruzaba las aguas heladas de un arroyo. Sobre él, varios camaradas de una patrulla anterior se ponían a cubierto como mejor les dejaba la escasa cobertura que podían encontrar. De inmediato nos pusimos en alerta y avanzamos desplegados y con los ojos bien abiertos.
Cuando sólo nos separaban unos cincuenta metros del puente, ordené a mis hombres que se detuvieran y que permanecieran cuerpo a tierra mientras yo me arrastraba hasta la altura del comandante del otro grupo.
Según me dijo, llevaban en aquella posición más de una hora y, aunque lo intentaron por todos los medios, no podían acercarse lo más mínimo al cabo Lunger, operador de radio que, como pude comprobar, permanecía en medio del puente sin ningún resguardo y quejándose de un tiro en la pierna.
La cosa era un verdadero misterio, ya que no se veía a nadie en quinientos metros a la redonda, y los lugares desde los que emboscarse eran tan escasos como los pelos de mis rodillas.
Al parecer un francotirador disparaba a la altura de la pierna a todo aquel que cruzara el puente. No había herido a nadie más, pero ninguno se atrevía a salir de su escondite, comprobarlo y descubrir su posición exacta. Unos decían que los disparos venían del norte, otros que del oeste, pero el eco multiplicado de las detonaciones en aquel paraje, hacía imposible conocer su procedencia real.
Hice una señal a mis hombres para que se acercaran, e intentamos encontrar una solución al problema resguardados tras un muro de ladrillos medio derruido.
Después de que el comandante Yödl y yo, examináramos con detenimiento todo el horizonte con nuestros binoculares, decidimos que el único lugar en el que podría ocultarse un tirador con unas mínimas garantías de permanecer oculto, era un abeto solitario y totalmente cubierto de nieve situado a unos setecientos metros al noreste. Otro lugar nos pareció impracticable. Ahora el problema era confirmar esta sospecha.
Entre los de mi grupo, Alland era especialmente buen corredor. Cuando se tomaba en serio eso de salir escopetado, no había quien le alcanzara. El caso era hacer que, efectivamente, le fuera la vida en ello.
-Alland -le llamé muy serio- ¿Tienes frío?
-No más que el resto, señor.
-Bien, pues prepárate para pasar un poco de calor.
Como a estas alturas ya conocía mi humor algo retorcido, palideció al instante y me miró con los ojos como platos.
-¿Exactamente en qué está pensando?
-Ah, nada, nada. ¿En qué tiempo eres capaz de recorrer, digamos… setenta y cinco metros?
-¿Setenta y cinco metros?
-Sí, eso es. Casualmente esa es la distancia que hay desde aquí al final del puente. ¿Te animas?
-¿De qué serviría que me negara? -dijo encogiéndose de hombros.
-¡Ese es el espíritu! Prepárate y espera mi señal.