Nº: 40 . 3ª época. Año VI
Relatos: Qui-ho Por: Juan Carlos Herreros Lucas
 
 
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Qui-Ho

Qui-ho, pronunciado "ki jo", es un pequeño grakin en la ladera de una de las montañas sin nombre de Pangea. Qui-ho también es el nombre del río y del pequeño valle amarillento ahora en otoño donde está dicho poblado. Qui-ho es también el nombre de una pequeña flor de gruesas hojas de tacto aterciopelado y de un vivo color blanco amarillento.

- ¿Qué es Qui-ho? - preguntó Li-cao, el pequeño bronto, a su padre. Era una pregunta temida por todos los padres que siempre solucionaban enviándolos a sus madres. Pero en este caso no podía hacerse ya que la madre de Li-cao murió en el parto de éste. El shamán no pudo ser localizado pues estaba ayudando a llegar al mundo a un uro. De ahí su extraño nombre que significa, literalmente, "hermano del uro"

El padre de Li-cao observó su rostro en silencio, tan sólo iluminado por los reflejos de los fuegos que en el hogar preceden al amanecer. Intentaba descubrir si realmente el joven deseaba conocer la respuesta o si la pregunta había sido realizada como una más dentro de la curiosidad infantil. Para su desgracia, no fue esto último y el joven rostro de su hijo mostraba la determinación de conocer la respuesta.

- Ven, te lo mostraré.

Probablemente, eran los primeros brontos que abandonaban el calor de sus cuevas en Qui-ho, pero no tenía mucha importancia porque siempre era así. Abrigados con gruesos tabardos de piel de cabra engrasada caminaron por el único sendero del poblado. Llegaron a un espacio más amplio, una especie de saliente en la ligera pendiente de la colina, que estaba en el centro y junto a la entrada de una gran cueva que nosotros confundiríamos con la del jefe del Qui-ho, pero que pertenecía a la hembra del shaman. Le indicó a Li-cao que se sentara sobre una roca junto a la pared que formaba la entrada. Se sentó en el suelo a su lado en silencio.

Sendero arriba llegaba el pastor. Era un muchacho joven, hijo segundo de un cazador que hacía años había dejado de serlo y cuya responsabilidad había recaído en el primero de sus hijos. Avanzaba tambaleándose del sueño que aún no había logrado desterrar. Las cabras balaban tímidamente a su alrededor, también dormidas, excitadas un poco ante la perspectiva de llegar a los pastos del valle bajo. No les saludó, seguramente ni les vió, y le contemplaron largo rato, mientras los primeros rayos del sol alcanzaban el pueblo, como se alejaba aquella marea gris blanquecina seguida de aquel punto marrón y verde que era el hijo segundo de un cazador.

Empezaron a escucharse los sonidos del despertar: las viejas mantas crujiendo al ser abiertas; los troncos cayendo sordamente sobre el hogar; el agua hirviendo a borbotones en las ollas esperando las hierbas que formarían un aromático y caliente brebaje; las mazas y las porras al caer al suelo arrancando los primeros ruidos sordos al día; los mugidos de los uros al ser uncidos al yugo. Y hasta ellos, padres e hijos, llegaron los olores de los desayunos: grasa de oso con huevos de serpiente, leche de cabra caliente con tortas de harina recién horneadas. Pero, aunque nada habían tomado, sus grandes estómagos no reclamaron comida aún y, en silencio, siguieron observando.

Fer-Li-wan, el que fuera el último hijo de Wan, cruzó delante de ellos con su bestia de montar, la única que había. Dos uros caminaban junto a él de forma monótona, sin personalidad. Lana, algún paquete de hierbas y las tallas de madera realizadas por su mujer, eran el equipaje que viajaba sobre ellos. Fer realizaba el viaje una vez a la semana, desde Qui-ho hasta Niori, que era un grakin más grande donde finalizaba el valle y empezaba la llanura, y de vuelta desde Niori a Qui-ho. Una hembra salió a la puerta de su cueva y el detuvo su avance. Hablaron, durante largo rato, sin prisa y luego él acomodó junto a las otras cosas el paquete que ella le había dado. El proceso se repitió en algunas cuevas más, pero no en todas y, al final, Fer, su animal de monta y los uros con las mercancías desaparecieron tras la colina.

Los cazadores salieron de sus casas y fueron a buscar fortuna entre las tierras salvajes más allá de las colinas, más allá de donde alcanzaban los ojos. Algunas de las hembras y los niños bajaron a la orilla del río y volvieron enseguida con pieles de cabra llenas de moras y frutos silvestres, hierbas, setas y algún tubérculo.

El más anciano del poblado, aunque nadie lo aseguraría, salió de su refugio cerca del mediodía, seguramente con la intención de visitar a alguien donde sería bien recibido a la hora de la comida. Al verlos, sentados tan cerca de su entrada, hizo ademán de acercarse, pero el sabio y viejo shaman comprendió su silencio, su seriedad y decidió no hacerlo. Saludó con la mano, pero ninguno de los observadores se lo devolvió.

Los cazadores volvieron con suerte variada. Del cuello del grande colgaba un enorme venado y Fran-de y Cabeza de Piedra llevaban entre ambos un oso de las colinas. Tras ellos iba el joven Hier-ho que mostraba orgulloso un pequeño arañazo recibido.

La tarde empezó a declinar llenando los refugios con los tonos dorados del atardecer. El viento agitaba las hojas de los árboles y el rumor de su movimiento podía hacer creer que el enorme río salado moría en una playa cercana. El acebo inundaba con su fresca y picante fragancia todos los rincones. Los envolvía, los abrazaba y, finalmente, se quedaba con ellos hasta la noche.

Fer y sus uros volvieron repletos de cosas. Paró ante la entrada de más hogares de los que había parado por la mañana y una a una fue deshaciéndose de todas las cosas que había cargado en Niori.

Un animal ladró en la lejanía. Otro maulló contestándole y desde las montañas les llegó el aullido de algún animal salvaje. Los animales de los corrales se agitaron inquietos, mientras que los uros, ajenos, continuaron dormitando.

El hijo segundo del cazador volvió con las cabras con su caminar cansino y aburrido. Les saludó, pero la sonrisa en los labios de Li-cao fue la única respuesta. Cuando los balidos lastimosos de las cabras desaparecieron, el padre de Li-cao anuncio:

- Ya sabes lo que es Qui-ho.

Qui-ho, pronunciado "ki jo", es un pequeño grakin en la ladera de una de las montañas sin nombre de Pangea. Qui-ho también es el nombre del río y del pequeño valle amarillento ahora en otoño donde está dicho poblado. Qui-ho es también el nombre de una pequeña flor de gruesas hojas de tacto aterciopelado y de un vivo color blanco amarillento.

 
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