3x05 - La justicia de la Rojo y Oro
En los días fríos de invierno, en ocasiones, sopla el viento del noroeste que viene de las montañas cargadas de humedad y nieve. Si las condiciones son las adecuadas, enfría las nubes que vienen el mar y precipita enormes nevadas que lo cubren todo. Son malos días para todos. Los caminos están cortados, el viento sacude los postigos y el no poder atender los asuntos propios negocios exaspera a todos, enerva los ánimos y aumenta las disputas. A estos días del invierno se les llama San Casimiro por coincidir con la festividad del santo del final del invierno, conocido por tener dos manos derechas.
No es una buena época y los ciudadanos de aquella localidad apodaron así a los mangas verdes. Los casimiros porque allá dónde iban exasperaban a todos, enervaban los ánimos y empezaban y acaban las disputas. Su recorrido dio más trabajo al curandero local que una estampida de caballos salvajes.
Primero pillaron a Leandro, un joven atolondrado que no se le ocurrió otra cosa que intentar robarle la cartera a Chaparro. Recibió un recuerdo para toda su vida y varias noches en la celda del alguacil. Allí les contó que no había sido capricho sino petición y señaló a Don José como autor de la sugerencia.
Don José, creyéndose a salvo por su posición, descubrió que Madales creía que la etiqueta es eso que se pone a los cajones para saber qué papeles e instrumentos de escritura hay en su interior. Don José cantó (y no es su apellido) y señaló a una serie de señores del pueblo que no veían con buenos ojos que vinieran extranjeros a curiosear por la ciudad. Como el incendio no les había asustado, pensaron dejarles sin dinero, pero el tonto de Leandro no fue tan hábil como creía. Don José aceptó sufragar los gastos de los mangas verdes a partir de ese momento y abandonaron la hospedería, que aún estaban reconstruyendo y se mudaron a su casa, para sorpresa y disgusto de la señora de este y del servicio.
Si los acaudalados señores del pueblo pensaban que la cosa había terminado, se equivocaron. Don José les había señalado a todos, pero no quién era el cabecilla de aquella conspiración. Así que los visitaron a todos y revisaron sus haciendas y localizaron sus escondrijos, aquellos lugares donde escondían viandas para evitar que los ejércitos las requisaran al ir a la batalla o al volver de ella. Dieron cuenta de algunas, pero la mayoría acabaron repartidas entre la gente del pueblo quien, viendo mejor a los casimiros, empezó a señalar a unos y a otros como colaboradores necesarios del incendio. Todos ellos se prestaron voluntarios para reconstruir la posada y aportaron dineros, materiales y músculo. Padilla sugirió que le añadieran una planta a la posada porque era pequeña y sus dueños bien merecían una compensación por el disgusto. A todos les pareció bien.
Pero la madeja era compleja y tirar de los hilos solo hacía que los nudos se apretaran más fuerte. Había que cortarlos y eso fue lo que los mangas verdes hicieron. Algún golpe, alguna paliza y todas las pistas empezaron a señalar al verdadero responsable, a aquel que estaba detrás de su intento de exorcismo.
-¿Padre Manuel -preguntó socarrón Chaparro-, preparándose para hacer un viaje?
-Esto… -respondió sorprendido- …mi hermana está enferma e iba a visitarla.
-Está mal que un hombre de Dios cuente mentiras -le contestó Madales.
Dos días después, tras un rato en la soga, ya solo podría mentirle al demonio. Los casimiros abandonaron el pueblo tras pasar una última noche en la nueva posada que sería la delicia de los viajeros y la envidia de los pueblos vecinos.
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