Jäger
(2ª Entrega)
Sin embargo, nada me había preparado para lo que se nos venía encima.
Exactamente a las tres de la madrugada de aquella misma noche, dos sargentos de instrucción nos despertaron entre gritos, insultos y empujones. Una vez que consiguieron tenernos a todos formando junto a nuestras literas, procedieron a pasar lista al tiempo que hacían comentarios burlones sobre nuestros apellidos o procedencia. Nadie escapó a sus chanzas y, para dejar claro que se mofaban de nosotros y no con nosotros, sistemáticamente apartaban a un lado a todo aquel que no pudo ocultar su risa. Pronto descubrimos el objeto de esta selección.
Cuando el ritual hubo concluido, entró en escena el circunspecto sargento primero de la víspera. Seguía guardando silencio, pero la tensión en su rostro no reflejaba nada bueno.
Hizo una señal con la cabeza a sus ayudantes y estos se apresuraron a hacer dos grupos: el de los graciosos y el de los sin-gracia. Luego nos sacaron al raso y, sin darnos tiempo siquiera a ponernos algo encima de los calzoncillos y la camiseta reglamentaria, nos dispararon a los sin-gracia una auténtica lluvia de órdenes, mientras los graciosos contemplaban la escena en posición de firmes.
Nevaba, y el hielo acumulado en algunos puntos nos hacía resbalar mientras intentábamos obedecer. Durante cerca de media hora giramos a izquierda, giramos a derecha, marchamos sobre el mismo punto, dimos saltos, hicimos flexiones, todo sin descansar un solo instante y bajo la mirada cada vez mas inquieta y recelosa de los graciosos.
Cuando aquella tortura terminó, otra dio comienzo. Hicieron que formáramos con los brazos en cruz y, castigando con una fusta al que se movía, nos tuvieron de esa guisa otra media hora.
-Bien -dijo al fin el sargento Schreader-. Agradeced a vuestros compañeros esta sesión de saludable ejercicio. Ahora volved a dentro y cargad con vuestros petates. Pronto saldrá el sol y nos dará un hermoso día lleno de nuevas experiencias.
Después de aquello, no sabíamos bien a quién odiar más, al sádico de Schreader o a nuestros compañeros graciosos.
Aquel hombre menudo, que jamás apartaba la vista del suelo y las manos de la espalda, pronto se ganó la antipatía de todos. Los gritos e insultos de sus ayudantes eran soportables: te entraban por un oído y te salían por el otro. Incluso, a veces, hasta podían tener su gracia. Pero lo del sargento primero era totalmente distinto.
Llegué a admirar su grado de refinamiento en el instinto para la humillación. Para encontrar el tono exacto con que ofenderte y hacerte sentir un piojo insignificante. Se notaba que disfrutaba con ello.
Entre las distintas actividades que con él debíamos cumplir, el montaje y desmonte de nuestra Mauser era prioritaria. Tan es así, que en poco tiempo yo era capaz de hacerla con los ojos cerrados y hasta en sueños. Pero para Schreader nada era suficiente. Te animaba con un ácido: ''Muy bien Sr. Mutz'', para, al instante siguiente, al verte ufano por tu éxito, añadiera: ''Lástima. Ya lo está haciendo otra vez mal.'' Sinceramente, hubiera preferido que me escupiera a la cara.
Al martirio mental de Schreader seguía el físico de Koch. Se trataba de un experto corredor de fondo, con cientos de medallas y trofeos de atletismo, natación y otras disciplinas. Y suponía natural que nosotros estuviéramos a su altura.
Marchas de treinta kilómetros con toda la impedimenta a cuesta eran cosa frecuente. Él corría con desparpajo al frente de una columna que de manera irremediable se estiraba y estiraba hasta que, cuando perdía contacto con él, se detenía. Él hacía lo propio y nos aguardaba en lo alto de una loma con su mejor sonrisa. ''Señores -nos decía con falso asombro-, no me digan que ya están cansados ¡Pero si acabamos de empezar!'' La lista de odiables se ampliaba alarmantemente.
Y así pasaban las jornadas de instrucción. Todo iba mal que bien hasta el día en que, yo solito y por méritos propios, conseguí ser protagonista de mi propia y gloriosa metedura de pata al cabrear al mismo tiempo a Koch y a Schreader. Sin duda, el frente ruso seria un kindergarten comparado con la que me cayó encima.
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