Editorial
Los juegos de rol comparten espacio cultural con un montón de aficiones o, si me lo permitís, disciplinas artísticas. El cine, el teatro, los cómics, la literatura tienen en común muchas cosas con nosotros y, una de las principales, es que compartimos aficionados. Es raro encontrar a una persona que sólo le gusten los juegos o que solo le gusten las series o que no salga de los cómics. Yo creo que eso es porque otra de sus semejanzas es que todas tienen la capacidad de transportarnos a otros lugares, de hacernos vivir otras experiencias; un viaje que nos saca de nuestras rutinas y nos lleva a esa frontera entre el deseo y la realidad.
Cuando un escritor escribe un libro o cuando un director hace una película, la obra concluye. Puede influir y dar experiencias diferentes a cada lector a cada espectador, pero siempre es la misma, nunca cambia. Cuando un autor acaba un juego de rol (o una revista como esta), el espectáculo comienza y son los participantes, jugadores los llamamos, quiénes hacen suya la obra, quiénes crean la experiencia y quiénes la viven en segunda persona. Hay cierto acto de generosidad en los autores de rol en esa cesión del control, en esa cesión de las riendas de lo que pasa. Dicen que ningún escritor acaba contento con la adaptación de sus novelas o cómics al cine (con el cheque sí, claro), pero la mayoría de los autores de rol que conozco están encantados de que adapten sus juegos, que los hagan suyos, que los jueguen. Esos son los autores que a mí me gustan.
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