DESDE EL SÓTANO
Nº: 81 . 3ª época. Año III
Vodka con Lima Por: José Antonio Paredes «Dryden»
 

Vodka con lima.

Hacía diez años que no lo bebía y ahora miro la copa con cínica sorpresa al reconocer en ella el olvidado tratamiento que una vez salvó mi vida.

Es de noche y la ciudad ronronea, dormida. Sólo queda la llamada de teléfono.

Hubo una vez en la que creí que el amargo deseo de verme fulminado por un rayo no volvería a repetirse y que aquello de "el chico lee poesía, Archer, se dejaría matar antes de entregarla a la policía", era una de esas frases perfectas puestas en boca de detectives perfectos por majaderos que las escriben para necios que buscan ensoñarse con las miserias que conforman mi cruda realidad.

Equivocada fe la mía.

En el rincón opuesto al escritorio, encerrado en un viejo equipo de música, Gregg Allman me recuerda que pase lo que pase, él no sucumbirá a la soledad y su lamento estrangula mis recuerdos cuando los busco en algún rincón perdido. Me retrepo, agonizante, en el sillón de mi despacho cuando un mudo brindis muere en mis labios.

Bebo. ¿Qué remedio me queda?

Aunque llevo todo el día jurándome no hacerlo, termino por buscarla de nuevo en el oscuro océano de mis sentimientos. Me abandono, patético y derrotado, a las huellas que en mi alma han dejado el dulce frescor de su boca, la suavidad de su piel, el ansia inagotable de sus brazos. Vuelve a recorrerme ahora, como entonces, aquel escalofrío que me doblegaba cuando ella, desnuda de su coraza, liberada de aquella piedra, gemía en mi oído lo mucho que me amaba... lo mucho que me quería...

-"Alia..." -susurraba sobre ella mi cuerpo- y me entregaba a la febril cruzada de robarle a la vida esa fiera felicidad que sólo puedo encontrar lejos de la luz del día...

Cuando, durante un instante, ella es sólo mía...

Puta poesía...

Sé que al abrir los ojos todo lo que queda de mi alma es una mirada perdida. Las sombras del despacho arrullan el sordo dolor de mi pecho mientras un perro ladra y allá, a lo lejos, una ambulancia entona la desesperación de otro cuya muerte no puede esperar otro día.

Allman decide que la lluvia ha borrado las huellas y que no podrá ya encontrarlas. Desde hace más de diez años es el trovador de mis heridas.

También llueve ahí fuera.

Entre mis manos, la escarcha de mi copa llora lo que mi corazón ahoga. Me invita, engañosa, a verter en ella el sollozo que lucha por ser grito y llamarla, por empujándome hacia abismo de insoportable locura que es para mi la cárcel de su ausencia. Bebo y el licor ya no me quema.

Se suponía que esta vez iba a ser distinto. Nada de amor, nada de mentiras. Ella volvía a la ciudad mientras yo confiaba en mantener la distancia que, en estos casos, suele aportar una máscara distante y fría. El mensaje era escueto: "En el Dernier, a las nueve y media". Diez años y lo ordenaba tan segura. Bien podía estarlo: sabía que no me resistiría.

No me apetece recordar cómo llegué. La puerta del Dernier mostraba, como siempre, una magnífica cola de gente esperando entrar mientras Lucani, el portero, lo decidía cruzando los brazos sobre su torso de mármol cubierto con su abrigo de cuero. Me saludó con un guiño y me dejó pasar. Es verdad que suelo deslizarle un par de cincuenta de vez en cuando, pero esa noche era precisamente mi historia la que pasaban por cartelera. Una sonrisa cómplice acompañó esta vez la palmada en el hombro con la que, de vez en cuando, me obsequia.

"Lo sabe..."-pensé-... "y se alegra."

En el bar había menos gente y tardaron poco en servirme la ginebra. Mucho hielo y algo de hierbabuena. Cada uno tiene sus manías y la de todo buen barman es recordarlas fielmente para satisfacerlas. Fran es de los mejores, sereno, inquebrantable... y con una mirada de las que invitan a la confidencia. La evalué durante unos segundos, un poco más que de costumbre: según como acabase la noche, quizás tuviera necesidad de ella.

El metre, el clásico tipo al que el disfraz de pingüino aún le resulta elegante en vez de divertido, me preguntó el nombre y le di otro apellido. Ni era el verdadero ni tenía reserva, pero sabía que no me hacía falta. Si ella quisiera haber ido a otro lugar no me habría citado allí, lo que significaba que estaría a nombre de ella. El tipo avanzó con esos andares de mayordomo de comedia que suelen tener todos y me condujo hacia un palacio interior lleno de esas charlas, risas y entrechocar de copas y cubiertos que maquillan las veladas perfectas. Le seguí, tenso e incómodo bajo las luces, alerta. No conté los pasos ni me fijé hacia dónde nos dirigíamos. Por eso me pilló de sorpresa que se parase de repente y me hiciera un ademán con la cabeza. Habíamos llegado a la mesa.

Ella alzó los ojos.

Supe que la deseaba en cuanto volví a verla.

Si habían pasado los años no había sido, desde luego, para ella. Un sencillo vestido negro con cuello de pico desde el que asomaba la promesa de su pecho exigía como broche un eterno y vampírico colgante de plata. Sus manos descansaban con elegancia sobre una copa de vino de la que bebía, sin ella aún saberlo, cada gota de mi envidia. Llevaba el pelo suelto, y aquella melena negra, distraída tras su oreja y sostenida por su sonrisa, era la invitación directa a sentarme frente a ella, dejar que me mintiese y fraguar mi propia ruina.

La cena fue la dolorosa mezcla de tensión y ternura contenida, de negocios en la boca y deseo en las sonrisas. Cada frase era el acercamiento a un algo definido que, entre mirada y mirada, se disolvía en un pretexto necesario para el amor y la locura. Cada palabra, media promesa; cada silencio, el tentador puente con el que el destino me invitaba a recordarlo todo... a desearlo todo.

-"Te necesito" -era el mensaje que me traía el pasado-, "tengo que encontrar a alguien y sólo tú puedes hacerlo."

- "¿Quién es?" -tanteo ya celoso.

- "¿Acaso importa?" - y su mirada de terciopelo ya no aceptaba preguntas.

Me estrecha la mano. Su era como una droga lejana y deseada, que envenenaba todo lo que hay bajo mi piel con el calor del recuerdo. Si me hubiera acariciado la mejilla le hubiera traído a rastras al mismísimo diablo.

Los detalles vienen después. Bajo, metro sesenta, cincuenta y muchos kilos, músico y traedor de giras. No le conozco, pero el pobre imbécil no sabe lo que se le viene encima. Dos mil en total cuando acabe todo... y el agradecimiento de alguien de fuera de la ciudad, por si alguna vez tengo que salir también. En un momento de cordura ya me hubiera echado atrás.

Demasiadas incógnitas...

... pero era ella. Y ella lo sabía.

-"¿Nos vamos?" - susurró clavando su mirada en la mía, jugueteando con su pulgar en el dorso de mi mano.

La suite Claimore del Cunia Sheraton es más de lo que puedo pagar, pero en el estado en el que me encontraba no se tasan los regalos del cielo. Una suite completa con salón, juego completo de toallas sobre la almohada. No vi sus maletas. Aún tenía la botella de bourbon en la mano cuando ella, sensual, decidió ofrecerme algo más embriagador.

Las sábanas de seda se deslizaban siseantes al ritmo con el que el ansia de nuestros cuerpos buscaba recuperar el tiempo perdido. Nuestras bocas llamaban al otro en el íntimo grito que siempre brota entre la caricia y el gemido. Cuando al fin se retorció bajo mi cadera, todo termina en un largo suspiro.

Acercó su rostro, fundiendo su belleza con la almohada, dejando que el susurro de su voz hipnotizara mis sentidos.

- "Hazlo una vez más por favor" -sus ojos me acariciaban en cada parpadeo- "vuelve a recitarme cosas bonita al oído."

Y lo hice. Le hablé de la luna, el corazón y el miedo. Susurré en su cuello los misterios de la noche reflejados en sus ojos y el pulso perdido con el que mi corazón suspiraba por dentro. Entre besos y caricias le ofrecí la armonía de mi alma y ella ahogó en mi pecho su lamento. Arrasada en lágrimas clavó en mi su mirada, encontrándome donde estuve siempre... dentro, muy dentro...

Volvimos a abrazarnos con la desesperación de los condenados, sollozando cada momento de placer, silenciando en la boca del otro las declaraciones de absurdas de quien aún cree en el tiempo. Sus uñas se clavaban en mi piel mientras sus cabellos se escapaban entre mis dedos. Cuando tensa, me ofrecía su cuello, el mío estrangulaba el amor entre los besos...

Dos juguetes rotos en manos del destino. Ella suspiró y yo atraje hacia mí por última vez. Nos habíamos robado el odio... y nos quedamos dormidos.

Abro los ojos en muda sordidez de mi tugurio. Ya no hay música para acompañar el cuento. Todo es oscuridad, violencia allí fuera que retumba, nocturna en las ruinas encerradas en mi cuerpo.

Lo hice, maldita sea.

Volví a enamorarme de ella.

Es entonces, justo entonces, cuando suena el teléfono.

- "¿Sí?" -me cuesta una vida mantenerme entero.

- "Hola, Mateo" -es la voz de Alcázar, el único amigo que me queda en el Cuerpo. Al oírla, todos los terrores del mundo me llaman a su encuentro.

- "Hola"- respondo.

Uno de esos silencios en los que uno busca las palabras y el otro, ya muerto, sólo desearía no tener que escucharlas.

- "Escucha Matt..." -le cuesta, tiene la mala suerte de ser mi amigo y haber llegado a viejo- "... lo siento mucho pero ella... Matt, ella ha muerto."

Yo soy un guiñapo, sólo el dolor me mantiene entero.

- "¿Qué ha pasado?" -pregunté tembloroso, sabiendo que no tenía ningún sentido negarme a creerlo.

- "Tenías razón, Matt" -suspira ante lo terrible del descubrimiento- "nos engañó a todos. No estaba en el Valadia, sino en uno de los almacenes del puerto. El músico estaba allí, con dos tiros bien dados y muerto en el suelo."

- "Oh, Dios..." -No espero respuesta. Es sólo un intento.

- "Tenía la pistola en la mano, Matt" -su tono es el de la disculpa de un sepulturero-. "Aún echaba humo cuando tiramos la puerta abajo. Se giró con ella en la mano y uno de mis chicos disparó por reflejo. La herida era mala... lo siento."

Cierro los ojos mientras me aferro al teléfono como si fuera capaz de estrangular mi propio sufrimiento. Trago dos veces mis lágrimas y mi boca es una tela de dolor cuando susurra:

-"Gracias, Julián" - eso le debo al menos. Me dispongo a colgar.

- "¿Matt?" - por alguna razón no me deja hacerlo.

- "Dime" -aunque ya no oigo ni veo.

- "Dijo algo... para ti."

No le hablo. No puedo.

- "Te dijo que no odies a la luna, que no cierres tu corazón y que no tengas miedo..." -tantea una respuesta, pero yo me estoy ahogado en mi silencio. - "¿Matt?"

Cuelgo.

Abro los ojos empañados en lágrimas. No se cómo, estoy de rodillas en el suelo.

Diez años, una noche de amor y ahora todo mi mundo ha estallado por dentro.

¿Quién lo diría?

Pero ahora ella se ha ido y desde entonces ya no me queda poesía.

Sólo, de vez en cuando, el amargo y solitario sorbo de un Vodka con lima.

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