DESDE EL SÓTANO
Nº: 39 . 3ª época. Año III
Jäger 01 Por: Jorge Vedovelli
 

Jäger

18 de Agosto de 1946. En algún lugar del Desierto de Libia.

Uniforme de salto

Dicen que la guerra acabó hace más de un año, pero no para nosotros.

Soy Joseph V. Mutz, Feldwebel de la Segunda Compañía, Batallón antitanque, de la Primera División Paracaidista alemana; y estas páginas son el salvavidas de mi cordura. Plasmar en ellas mis recuerdos quizá no hagan más llevadera mi condena, pero conseguirán hallar qué no fue infierno en las entrañas de esta guerra.

Mientras escribo, el polvo y el calor seco del desierto quiebran la piel de mis hombros y el espíritu de muchos de los camaradas que me acompañan. Ahora somos prisioneros en un campo de concentración sin vallas o alambradas, al que solo bastan la arena y las serpientes para hacer inútil cualquier plan de fuga.

Pero no fue siempre así. Hubo un tiempo, que ahora siento casi ajeno, en que el entusiasmo y el ansia de aventuras golpeaban nuestro pecho con insistencia adolescente. Éramos Sigfrido, Lanzarote y Odiseo, y junto a muchos, me vi haciendo planes de gloria uniformada entre olor a estiércol y a sudor, en vagones de ganado.

Nuestro destino era el aeródromo de Klagenfurt, en la región austriaca de Carintia. A pesar del frío y las penurias del viaje, nuestro moral era alta y las bromas y canciones se sucedían como un velo que nublara la realidad de la guerra.

De los ciento cincuenta muchachos que ocupábamos el tercer vagón, veintisiete procedíamos de la misma aldea o de pueblos cercanos. Conmigo estaban Schmitt, Ritter, Alland y Krupp. Viejos amigos de correrías, cuyo destino se uniría al mío con cadenas invisibles.

Como la mayoría, éramos voluntarios. Sangre nueva alistada para una contienda que prometía la liberación de nuestro pueblo tras Versalles.

Insignia paracaidista

La elección del Arma había sido fácil: Descartados los pilotos, la opción más arriesgada eran los Fallschirmjäger (paracaidistas). Sin pensarlo, elegí esta última. Pocas veces había vuelto a casa más ufano que aquella tarde en que exhibía como un trofeo mi solicitud aceptada.

-Este Jupp está loco -repetía mi madre lívida y con las manos en la cara-, este Jupp está loco...

Cuando se lo comuniqué a mi padre no respondió, sólo se levantó de su escritorio y me abrazó como no recuerdo que hubiera hecho nunca. Luego se despidió en silencio retorciéndose los bigotes con orgullo, mientras disimulaba la emoción que pugnaba por escaparse de sus ojos.

El mercancías reconvertido llegó hasta casi las puertas del aeródromo. Era una mañana gris, había nevado y miles de carámbanos de hielo colgaban del techo de los hangares.

Un sargento nos recibió con la misma frialdad que el día, nos hizo formar, pasó revista en silencio al heterogéneo grupo de novatos que tenía enfrente y, sin hacer el más mínimo comentario, nos condujo a la enfermería.

Krupp y yo nos miramos de reojo y contuvimos la risa. Si ésta era la severidad de los instructores de la Luftwaffe, la guerra iba a ser un paseo.

Los reclutas

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