La batalla de Gela
No hay un momento más difícil para un soldado que el periodo de tranquilidad entre el final de una batalla y el principio de otra. Se pregunta si volverá a tener tanta suerte y rememora los momentos en los que estuvo a punto de no tenerla. Este no es el caso de la Sangrienta Siete que aprovecha estos momentos de paz para volver a hacer de las suyas.
Un coche de la PM británica les persigue a toda velocidad por una carretera sin asfaltar. Van dejando atrás a algunos tunecinos que les miran con cara de sorpresa. El coche perseguidor pita y vuelve a pitar como si con esas advertencias fuera a intimidad a la Siete. Estos, a los mandos de un GP, saltan en todos y cada uno de los baches de la endemoniada vía. Rogers conduce y Gonzalez guía avisando de los desvíos y giros solo segundos antes de que los alcancen. Moore va avisando de la distancia que poco a poco se reduce y Snelling y Peters sujetan la valiosa carga: un barril de coñac que estaba reservado para algún pez gordo.
-Izquierda -dice Gonzalez, pero Rogers no le hace caso, gira a la derecha, se mete entre dos muros de piedra. Acabado uno de ello, gira saliéndose de la carretera y, tras unos metros, detiene el vehículo. El coche de la PM pasa de largo.
Sacando un mapa de la zona, robado a un oficial de inteligencia, Rogers, le dice:
-Y ahora, guíanos por caminos secundarios.
Saboreaban ya la fiesta que iban a satisfacer a costa de la intendencia británica cuando llegaron a la zona de despliegue de la 1ª división y se percataron de que algo estaba pasando. Todos los compañeros cargaban sus petates e iban a puerto. ¡Les movilizaban!
Maldiciendo su mala fortuna, recogieron sus cosas y embarcaron en un buque de transporte que había visto mejores épocas. Era tal el hacinamiento que los hombres tenían que turnarse para dormir y si querían fumar se veían obligados a subir a cubierta. Los mandos de la marina lo permitieron mientras estaban en el puerto, pero esa libertad se acabó tres días después cuando partieron de Túnez. Tres días en los que la Sangrienta Siete lamentó haber escondido el barril en uno de los petates de los novatos, petates que ahora estaban en otra parte del barco (o en otro barco) y que tardarían semanas en alcanzarles allá donde fueran. Y eso si los listos de logística no les daba por abrir un petate tan pesado a ver qué contenía dentro.
La travesía nocturna fue una locura de mareos, vómitos e intentos de fumar a escondidas. Desde la isla de Panterallia, al este, les enviaron tres ráfagas cortas en sucesión. Buenos chicos estos británicos, a pesar de todo.
Al llegar a destino, la mar estaba algo picada y el buque y las lanchas a las que debían subir cabeceaban arriba y abajo como un tiovivo. En la playa empezaban a oírse los primeros impactos de la artillería naval. Poco antes de llegar, les pusieron una grabación del comandante en jefe, el mismísimo Patton. En ella les decía que el destino era Sicilia y que tendrían el honor de ser los primeros americanos en invadir un país del Tercer Reich. Los italianos se defenderían duro, no debían subestimarlos, pero si resistían los primeros contraataques se caerían como un castillo de naipes como había sucedido en las islas de Panterallia o en el norte de África.
La barca llegó hasta la arena, el portalón cayó y empezaron a avanzar por la arena. Todo estaba demasiado tranquilo, como si hubieran pillado durmiendo al enemigo, pero esa sensación no duró demasiado. Desde la derecha empezaron a llegarles disparos y tuvieron que cavar para encontrar algo de refugio. Las balas de la ametralladora enemiga llovían a su alrededor.
-Pues Patton dirá lo que quiera -dice Peters mientras están cavando-, pero o lo italianos han cambiado de uniforme o el malnacido que nos está disparando es un paracaidista alemán.
De la Hermann Göring para ser exactos...
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