Breve historia de Cunia: los moros
Cuando los moros llegaron a Cunia quedaban pocos edificios en pie, habiendo la mayoría ardido hasta los cimientos en el incendio provocado por sus propios habitantes. Si bien algunos afortunados pudieron abordar una embarcación y dirigirse por mar hacia la Septimania o las Baleares, la gran mayoría de la población huyó a pie hacia el norte, refugiándose en la ciudad de Tarragona.
Tan solo se quedaron a recibir al contingente árabe algunos esclavos y judíos, muchos de los cuales veían con buenos ojos una invasión que les liberaba de la opresión de los visigodos. Como en otros muchos lugares, los conquistadores reforzaron su presencia ofreciendo la libertad a los esclavos que se convirtieran al Islam y juraran fidelidad al jefe militar que los liberaba, pasando a integrarse en su ejército. Poco a poco comenzó la lenta reconstrucción de la ciudad, que durante los tres siglos siguientes permanecería limitada al interior de la muralla.
La mayoría de los antiguos habitantes fueron pasados a cuchillo poco después, tras la caída de Tarragona, en donde la enconada resistencia instigada por los refugiados cunienses, según algunas fuentes, fue tan tenaz que, tras la batalla, los árabes dieron muerte a toda la población superviviente al asedio y arrasaron la ciudad, incluidas sus iglesias y numerosos monumentos.
Durante el período de dominación musulmana Cunia vería una lenta reconstrucción. Los geógrafos árabes aluden a la ciudad como Kunia (adaptación del topónimo a su idioma), una urbe junto al mar con poderosas murallas pero escasamente poblada, que tiene alquerías, cultivos, abundancia de aguas e importantes salinas. Desde Kunia los corsarios pirateaban el litoral y realizan incursiones en la costa catalana.
En el año 750, los Abasíes derrocaron a los Omeyas del Califato de Damasco. Seis años más tarde, el último superviviente de los Omeyas, Abderramán I, desembarcó en Almuñecar (Granada), conquistó Córdoba y se proclamó emir para más tarde independizarse de Bagdad en el año 773. Esta secesión fue política y administrativa pero se mantuvo la unidad religiosa.
A la llegada al trono de Abderramán III en 912, la decadencia política del Emirato era un hecho manifiesto. Para reforzar su autoridad y poner fin a las perpetuas revueltas que sacudían la península, proclamó el Califato de Córdoba en el año 929. También se nombró a sí mismo Emir Al-Muminin ("príncipe de los creyentes"), lo cual le otorgaba el poder espiritual sobre la umma (comunidad de creyentes). En el año 1031 la situación se había vuelto tan inestable que el Califa Hisham II fue depuesto y todas las coras (provincias) se proclamaron independientes, quedando en manos de los distintos clanes árabes, bereberes o eslavos.
Situada en la frontera entre las taifas de Tortosa (regida por régulos eslavos) y de Valencia (en manos de amiríes descendientes de Almanzor), la diminuta Taifa de Kunia, que a groso modo coincide con el actual distrito federal, quedó en manos de Al-Macelles, un muladí oriundo de Lérida que había logrado ascender en la administración del emirato gracias a su talento para la intriga. Durante muchos años Al-Macelles logró manipular y enfrentar a sus belicosos vecinos, cambiando frecuentemente de aliados para, así, mantener a Kunia como un poder independiente en la región.
En el año 1028 Al-Macelles se nombró a sí mismo laqb (título honorífico empleado por los califas) pero sin llegar a proclamarse califa personalmente. También creó su propia administración independiente, acuñó moneda y comenzó a levantar un regio palacio (que siglos después sería demolido para construir el Castillo de San Miguel). Sus sucesores comenzaron a imitar los modos califales a escala local, nombrando visires, rodeándose de una corte monárquica y procurando atraer intelectuales y poetas que cantasen sus glorias. La lucha por la supervivencia del pequeño reino frente a sus agresivos vecinos generó un importante gasto en recursos militares, fundamentalmente en tropas mercenarias. Poco a poco, las taifas mayores fueron dominando a sus satélites, consolidándose como principales potencias las taifas de Badajoz, Toledo, Zaragoza, Sevilla y Denia.
Entre los años 1045 y 1090, los tributos pagados a los reyes cristianos y la pujanza de éstos decantó la balanza en favor de los reinos de León, Castilla y Pamplona. En 1085, Alfonso VI consiguió fracturar el centro neurálgico de la cultura musulmana, tomando la Taifa de Toledo y estrangulando la vía medular de comunicación andalusí, que iba de Tortosa a Sevilla, pasando por Zaragoza y Toledo. Valencia, rica y deseada, no consiguió consolidar una dinastía fuerte y su debilidad le llevó a subordinarse a los reyes de Toledo, de Zaragoza, e incluso al rey Alfonso VI de Castilla antes de ser finalmente conquistada por El Cid en el año 1092. Por otro lado y de un modo ineludible, las taifas más poderosas habían ido absorbiendo a las más pequeñas. En el año 1086 Cunia se rindió a las tropas del Cid, al servicio de los Banu Hud de la Taifa de Zaragoza.
No obstante, la conquista de Toledo por parte de Alfonso VI en el año 1085 había puesto de manifiesto la amenaza cristiana que se cernía sobre los reinos musulmanes de la península. Algunas de las taifas del sur solicitaron ayuda al sultán almorávide del norte de África, quien atravesó el estrecho, derrotó al rey leonés en la batalla de Sagrajas (1086) y, poco a poco, sometió a las taifas, restableciendo una autoridad central en los territorios de Al-Andalus.
Sin embargo, los almorávides nunca consiguieron su objetivo de dotar de estabilidad permanente a Al-Andalus y, a partir del año 1140, el poder almorávide comenzó a decaer.
En 1147, un ejército comandado por líder almohade Abd Al-Mumin llegó a España. Los almohades había surgido en el actual Marruecos como reacción a la relajación religiosa de los almorávides. Muhammad ibn Tumart lideró un movimiento religioso con el apoyo de un grupo de tribus bereberes, organizando el derrocamiento de los almorávides. Ibn Tumart llamó a todos los musulmanes a retornar a la raíz de su fe, el Corán. Siguiendo estos principios, se enfrentaron con los almorávides, que apenas habían modificado las costumbres populares poco acordes con el Corán.
En 1145 desembarcaron en la península y trataron de unificar a los creyentes utilizando como elemento propagandístico la resistencia frente a los cristianos y la defensa de la pureza islámica. En poco más de treinta años, los almohades lograron forjar un poderoso imperio que se extendía desde Portugal hasta Libia, e incluso consiguieron detener el avance cristiano tras derrotar a las tropas castellanas en la batalla de Alarcos (1195).
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los gobernantes por ganarse el apoyo de los musulmanes, los almohades tuvieron problemas desde el principio para dominar a los elementos más descontentos con el nuevo régimen. En especial en la costa oriental, donde durante muchos años resistió Muhammad ibn Mardanis, el célebre Rey Lobo, quien lograría mantener un poderoso reino musulmán independiente durante muchos años. Nacido en Cunia y descendiente de aristócratas muladíes, ibn Mardanis pasó a la historia como uno de los hombres más polémicos de su tiempo, entre otras cosas por su carácter libertino y disoluto que algunos historiadores conservadores han atribuido al tiempo pasado en Cunia durante su juventud.
La victoria cristiana en la batalla de Las Navas de Tolosa (1212) marcó el comienzo del fin de la dinastía almohade, no sólo por el resultado del encuentro en sí mismo, sino por la subsiguiente muerte del Califa Al-Nasir y las consecuentes luchas sucesorias que hundieron el Califato en el caos político.
Durante los cinco siglos que Cunia vivió bajo dominio musulmán la ciudad creció, superando finalmente los límites de la antigua muralla visigótica. A esta época se remonta parte de lo que hoy en día se conoce como Barrio Génova, en donde se levantaba el nuevo call, la judería de la ciudad, que para finales del siglo XIII se convertiría en una de las más populosas de todo Levante.
Aunque ya anteriormente lo había intentado en dos ocasiones, no será hasta 1233 cuando Jaime I de Aragón tome Cunia. Es ésta una conquista pacífica y acordada ya que, tras la caída de Burriana (que deja aislados los castillos musulmanes del norte), la ciudad se entregó sin luchar tras sellar un pacto en el que se aseguraba el respeto a las leyes y costumbres de los sarracenos.
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