Mi nombre es Luxor, aunque si conocierais mis habilidades me
daríais otros nombres peores. Es posible que me hayáis visto alguna vez en la ciudad de
Ôs, paseando entre los puestos de especias que vienen del septentrión. Es posible que
anciano y ya achacoso me hayáis confundido con algún director de fieles de alguna
minoritaria religión y que hayáis observado mis compras con lastima al suponer que
adquiría drogas para amortiguar los dolores de mi vejez. Os equivocáis, pero hoy no he
venido a hablar de mi. Al menos no directamente. Me han pedido que os hable del Emperador.
La verdad es que no me han dicho a qué emperador se referían, pero
considerando que sólo luché contra uno, supongo que se referirán a ese. Sí, he dicho
luché. ¿Os sorprende? Han pasado muchos años como para que los que lucharon contra él
sigan con vida, ¿verdad? Os dije que si conocierais mis habilidades no me llamaríais por
mi nombre.
Nadie conoce el origen del Emperador, nadie sabe como apareció en el
mundo. Una tarde, en un puerto cualquiera de una de las miserables naciones que sobreviven
en este mundo olvidado de los dioses, un capitán borracho, unos marineros alegres,
dijeron que navegaban en nombre del Emperador. Nadie les hizo caso, les sirvieron otra
cerveza y rieron sus historias. Sin embargo, los rumores no cesaron y cada vez más
comerciantes, más viajeros hablaban del Emperador, algunos con fascinación, otros con
temor. Las tierras del norte sucumbieron a su poder a un ritmo que nadie imaginó posible.
Se acusó a los orcos y a las criaturas ogroides que con ellos habitan de haber
traicionado a las razas libres sin luchar, de haberse rendido a un enemigo que ni siquiera
conocían. Y es que, en realidad, pocos seres conocían al Emperador. Muchos decían
haberle visto en la lejanía, en las ventanas de un palacio de blanco mármol frío como
el hielo, pero la verdad es que cuando indagabas, y yo lo hice, ninguna de las
descripciones coincidía y cuando torturabas a los testigos confesaban, sin rubor, que lo
habían inventado todo. Sí, he dicho torturabas. Aquello era una guerra y mi nombre ya no
era Luxor.
Entonces, estalló la guerra. Mentiría si os dijera que no la
esperábamos, pero os mentiría también si os dijera que estábamos preparados. Los
grandes y bonachones señores de nuestros reinos miraban sin comprender en sus sillones de
piedra y oro, contemplaban como una fuerza demoledora surgía de la nada y desequilibraba
lo que ellos, sus padres y los padres de sus padres tanto habían luchado por mantener. No
se había conocido una fuerza tal desde que Eric dominara el mundo, una fuerza imparable,
una fuerza sobrecogedora. Y sin embargo, cuando preguntabas a las fuerzas contra qué
luchaban o cuando te acercabas al campo de batalla veías las banderas y los pendones del
estado de Amagat, aquellos que se habían vendido al Emperador sin luchar. Pero, ¿dónde
estaban las fuerzas de ese Emperador, dónde estaban sus imparables huestes. Los
amagatianos habían intentado atacar a los pueblos del sur desde los inicios de la
historia. ¿Por qué eran ahora imparables? ¿Dónde nacía su fuerza?
La campaña fue intensa, pero rápida y uno tras otro, los reinos del
norte sucumbieron. Los primeros fueron los Bher junto al Eö donde ya nadie recuerda su
nombre. La mitad de ellos se pasaron al enemigo sin ni siquiera luchar, la otra mitad
huyó despavorida del campo de batalla. Los siguientes fueron la república de Ahorat.
Combatieron, esta vez sí, pero sin mucho entusiasmo. Tras la campaña, los mismos
soldados se unieron a las filas del enemigo. Era como una especie de conversión en masa,
como el canto de unas míticas sirenas que embelesaba a todos los que lo escuchaban.
Parecía que el siguiente iba a ser el protectorado del Eö, pero el
enemigo pareció detenerse y meditar sus pasos. Tal vez estaba reorganizando sus fuerzas o
tal vez necesitaba descansar. ¿Sería aquel una especie de punto débil? En aquella
época nos mandaron al protectorado. Realmente no puedo decirle quien nos mandó. Sólo
sé que los antiguos, esta paliducha y escurridiza raza, estaban detrás de ello. Nunca me
gustó servir a sus órdenes, nunca me gustó ser una especie de títere en sus manos.
Siempre te hablan con circunloquios como si uno no tuviera otra cosa que hacer que
intentar comprender qué demonios ha querido decir con aquello.
Allí nos ganamos cierta fama, aunque si de verdad supieran las cosas
que hicimos nunca nos hubieran llamado los Guardianes del Fuego. Y allí, entre pillerías
y pillajes, oímos hablar por primera vez del Emperador y oímos su Palabra en boca de
aquellos que se hacían llamar sus discípulos. Matamos a muchos de aquellos agentes del
enemigo, pero no conseguimos detenerlos. Parecía como si no les importará morir,
parecía como si estuvieran tocados por la mano de los dioses desaparecidos y no le
tuvieran miedo a nada. En aquella ocasión, no nos dimos cuenta; nos engañaron. A
nosotros y a medio mundo, aunque eso no disculpe nuestra torpeza. El estado de Amagat,
más todos los pueblos que habían conquistado se unieron políticamente y cambiaron su
nombre por el de Nuevo Mundo por el que se les conoce ahora. Podríamos haber reaccionado.
Podríamos haber organizado un ejército de miles de hombres y haber arrasado de la faz de
la tierra a aquellos campesinos con ínfulas de guerreros. Pero volvieron a traicionarnos,
los pueblos Frey, sus ciudadanos, mataron a sus reyes y gobernantes y anunciaron que se
unían voluntariamente a esa nueva nación. ¡Sin luchar!
Empezábamos a estar un poco cansados. ¿Quién era ese Emperador por
el que los pueblos traicionaban sus raíces? ¿Cuál era su mensaje? Fue entonces cuando
decidimos perdonar la vida a uno de sus discípulos y escuchar. No repetiré lo que nos
dijo ni repetiré el destino que preparaba para todos los seres. Un genocidio en masa, una
locura de destrucción en busca de un perdón imposible. Decía que si todas los pueblos
se unían bajo su dirección la paz y prosperidad reinaría en Eriloe; ¿pero a qué
precio? Mientras sus ejércitos avanzaban sobre los campos y capturaban sus cosechas y
hacían huir a aquellos que sacaban adelante las duras tierras de labor, decían que
traían la paz y el amor entre los seres. Un mensaje obnubilador sobre el que ya nos
habían advertido. Un mensaje cargado de contradicciones y de imposibles. Aquel era el
poder del Emperador y he de reconocer que sabía ejercerlo con eficacia. Convencía al que
le oía con una promesa de un mundo mejor, mientras él se ocultaba tras un telón de
misticismo y falsa adoración. Y era bueno haciéndolo. En mi larga estancia en el
Protectorado del Eö pude escuchar diferentes versiones, cada vez más exageradas de cómo
era el Emperador. Empezó siendo un niño y acabó convertido en un gigante, con el cuerpo
de un Dios justo, pero implacable.
Tampoco acuséis a las mentes débiles de la época de creer en el
Emperador. La mayoría no tuvo la culpa. Sobrevivíamos a la desaparición del Imperio de
Osterreid y el último de sus hijos, el Bastardo de Osterreid, había intentado recuperar
el reino de su padre. Era una época difícil y había aun algunas afrentas que resolver.
¿Cómo acusarles de preferir a alguien que les prometía una vida mejor a la vida sin
esperanza que llevaban? Recordad que en esta ciudad en la que hoy vivís, sí, en esta
misma ciudad, gobernaba Uthai-Shym que fue, sin duda, el mayor exponente de la vileza de
nuestra raza. Por si lo habéis olvidado, sus palabras, grabadas en la piedra oscura que
coronaba el parque de Palacio, decían:
"He probado la sangre de mis enemigos y me ha gustado..."
Pero nos dormimos, mientras los humanos, los elfos y los enanos
intentaban adivinar qué podían hacer contra la amenaza que surgía del frío norte. El
Emperador no descansó. Lo que había parecido una sucesión de acontecimientos derivó en
un ataque organizado en tres direcciones, aunque de la tercera no nos dimos cuenta hasta
mucho después. Orcos, goblins, ogros y traidores humanos atacaron el Protectorado de Eö
intentando expulsar a los humanos al vacío, mientras otro ejército más numeroso
avanzaba por el levante. Fue una guerra larga y cruenta. Nosotros resistimos, aunque a un
elevado precio. Hubo un momento en el que creímos que nos vencerían, pero finalmente y,
si permitías cierta inmodestia a este anciano, gracias a nuestro heroísmo, les detuvimos
en el Eö. Pero la tierra ya no era nuestra. Los granjeros, los no combatientes, los
comerciantes fueron evacuados. Miles de botes fueron construidos con los árboles de los
bosques del Eö. E incluso, en los momentos más difíciles, vi a hombres llevados por el
pánico, lanzarse al vacío agarrados a una simple madera de tillium. El frío se ocupó
de ellos y sus cuerpos se precipitaron a la caída eterna. Ahora, el Protectorado, lo que
quedaba de él, era una tierra árida e inhóspita, poblada de campamentos militares y de
restos de batalla. Nada ha crecido desde entonces en esta tierra y aún hoy es la tierra
de la eterna guerra. Allí me bañé en la sangre de los muertos y allí alcancé el
máximo poder de mis habilidades que os harían huir despavoridos con sólo mencionarlas.
Pero en levante, las cosas fueron mucho peor. El protectorado de
Interiver cayó y los soldados que defendían sus fronteras fueron empalados en picas de
Tillium y arrojados al vacío para que sus cuerpos flotaran en él por la eternidad. Aún
hoy, hay navegantes que aseguran haber visto a un defensor de Interiver surgiendo del
vacío con las corrientes como un cadáver, tumefacto y entumecido por el frío. Tras el
protectorado cayó Isomor, pero allí se detuvieron de nuevo. El ejército de Corus era
poderoso y fuerte y había tenido tiempo de preparar las defensas y de movilizar a todo su
ejército.
La paz pareció durar. El Emperador no parecía dispuesto a arriesgarse
a una batalla directa contra las tropas de Corus. Sabía que sus campesinos, por muchas
victorias que arrastraran, no serían rival para el ejército profesional de su enemigo.
En el Eö había aprendido esa lección, decían algunos, pero yo ya no me dejé engañar.
Si no atacaba es porque estaba preparando otra cosa. Algo que aún tenía que asombrarnos.
Si hubiera presionado sólo un poco más, el Eö hubiera sido suyo sin duda. ¿Qué lo
detuvo en aquellos meses que se alargaron casi un año?
Una mañana, el rey de los elfos de Thoriel recibió a un mensajero
cuando acababa de levantarse de la cama. El mensaje era muy sencillo: "¡Están
aquí!". Los ejércitos del Emperador habían hecho algo que nadie, hasta la
fecha, había conseguido, habían desafiado a la selva primigenia en Poniente y marchando
durante varias jornadas que debieron ser agotadoras, se plantaron en la misma frontera del
reino de los elfos. Aquella era la primera vez que las tropas del Emperador amenazaban
directamente a los elfos.
¡Qué rápido se acabaron las diferencias de los elfos con los humanos
y enanos para preservarse de la amenaza del Emperador! ¡Qué rápido se deshicieron en
halagos hacia los que meses antes no habían hecho más que menospreciar e ignorar todas
sus peticiones de ayuda! Sin embargo, no fuimos rencorosos y junto con ellos se
establecieron varios planes de acción. Las tropas de Osterreid, por primera vez desde que
se disolvió el imperio, volvieron a salir de su isla y sus targ de combates se
convirtieron en una amenaza permanente en los cielos de Thoriel sobre el enemigo. Además,
los antiguos urdieron otro plan y, como les caíamos en Gracia, nos lo adjudicaron a
nosotros. Fue allí donde se forjó la leyenda de los Guardianes del Fuego, en aquella
búsqueda sin par que nos llevó a recorrer medio mundo mientras se preparaba para la
batalla definitiva, la batalla que definiría el control del mundo. Pero no creáis las
historias que os cuenten, la verdad es mucho más espeluznante y menos luminosa. No
entraré en detalles sobre nuestra búsqueda, pero tuvimos éxito.
Nuevamente, el Emperador nos sorprendió con un arma que estaba más
allá de nuestra imaginación. Cuando las primeras fortalezas volantes surcaron el cielo,
todos creyeron que sería el fin de nuestro bando. Inmensas moles de piedra con almenaras
y troneras en su parte superior desde las que el ejército enemigo nos cazaba como
ratones. Una de ellas atacó la propia Ôs mientras que otra atacaba Corus y una tercera
Thoriel. Afortunadamente, el Emperador no parecía tener más ciudades flotantes a su
disposición. Esa fue la salvación de Eö y, según dicen alguno, el único error del
Emperador. Si hubiera esperado un poco más. Si tan sólo hubiera construida una más de
esas aerofortalezas, la victoria hubiera sido suya. Sin embargo, yo creo que la propia
concepción de las fortalezas fue lo que selló su destino. Ya no era un ser misterioso de
dulces palabras, ahora era un ser enigmático de misteriosos y prohibidos poderes. Ya
nadie se acuerda de las Guerras de los Portales, pero las consecuencias de aquellas
guerras aún perduran en la mente de los ciudadanos de Eriloe y temen y odian aquello que
las provocó. El Emperador menospreció ese miedo.
Los humanos, los elfos y los enanos se unieron, por primera vez en la
historia, contra un enemigo común. Que todas sus tierras estuvieran amenazadas hubiera
provocado esa unión de todas formas, pero no con esa intensidad, no con esa confianza.
Hombres y elfos lucharon juntos en la tierra prohibida de Thoriel donde antes muy pocos
elfos habían luchado y enanos y hombres lucharon codo con codo en Corus donde tan sólo
años antes se hubieran matado sin dirigirse la palabra. Ese fue el error del Emperador,
darles un motivo para aquello.
Pero no vencimos. Las fuerzas del Emperador flaquearon, como si
hubieran perdido parte de su confianza, pero, aún así, sólo conseguimos detenerlos. Las
ciudades flotantes fueron atacas con legiones de targ y la infantería del suelo con miles
de guerreros profesionales, pero no vencimos. Simplemente empatamos.
Aquí es donde entra nuestra búsqueda y nuestra intervención en la
historia que pocos conocen. Buscamos a un campeón, un hombre que fuera capaz de vencer al
Emperador en combate singular y lo encontramos. Y más tarde, afrontando mil peligros,
cruzamos todas las tierras en manos del enemigo, todo el "nuevo mundo" y
llegamos al mismo centro desde donde el Emperador dirigía sus legiones. Si os dijera lo
que vi no me creeríais, sólo os diré que el Campeón y el Emperador se enfrentaron y
que una luz cegadora nos inundó a todos, a nosotros y a la guardia del Emperador,
aquellos gigantes de fuego de maldito recuerdo. Cuando terminó, todo había acabado. El
Emperador y el Campeón habían desaparecido. ¿Murieron? En aquellos días dijimos que
sí, juramos que los habíamos visto morir a ambos; pero yo ya no estoy tan seguro de
aquello.
Sin líder, los ejércitos del Emperador se detuvieron, las ciudades dejaron de flotar
y se posaron suavemente sobre el terreno o cayeron lentamente al vacío. Poco a poco, los
seres que formaban la horda invasora regresaron a sus hogares y a sus casas, a sus labores
en el campo. Sólo Corus aprovechó la retirada para recuperar el Protectorado de
Interiver, pero nadie se molestó o supo deshacer lo hecho y los territorios del nuevo
mundo permanecieron hasta el día de hoy como una única tierra. Un recuerdo de lo que
pudo ser. |