Divergencia (II)

Tras las dos grandes guerras llegó la Guerra Fría. El mundo se pasaría varias décadas luchando en el terreno de las ideologías y la presión económica y armamentística, mientras las acciones de violencia directa se realizaban de forma encubierta.

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En paralelo a esta filosofía, los países más importantes de Europa no sólo fueron los primeros en descubrir el fenómeno de la posthumanidad, sino en ocultarlo en herméticos laboratorios. También seguía habiendo sitio para soldados, dedicados en este caso al espionaje o a realizar asesinatos en apariencia imposibles. Los posthumanos sólo podían aspirar a un mínimo de libertad si escapaban o adquirían sus poderes fuera de un hospital. Hubo hasta una docena de casos registrados por toda Europa de lázaros convertidos en vigilantes anónimos, usando sus poderes contra el crimen o los gobiernos, manteniendo su identidad siempre en secreto. Por desgracia, en cuanto alguno de estos primeros héroes destacaba demasiado, era capturado o eliminado por agentes de un gobierno u otro. Los pocos cazados en público fueron tachados de locos con disfraz por periódicos bien aleccionados para ello. No se ha hecho público ninguno de sus «nombres de batalla», suponiendo que los usaran.

A pesar de que la tasa de supervivencia a la conversión en posthumano mejoró un poco, la mortandad de las quimeras de campo fue muy alta; a finales de los años 80 había casi tantos posthumanos como a principios de los 50. Hay que tener en cuenta que los agentes responsables de controlar o secuestrar quimeras lo lázaros, ante la duda de si podían leer la mente o golpear diez veces antes de que pudieran sacar su arma, preferían disparar a las primeras de cambio. La cifra parecía destinada a estancarse, salvo que se produjera un avance importante. Y se produjo, en efecto, aunque no tanto de índole política como científica. En Cunia.

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