El ejército británico inició la Segunda Guerra Mundial con las lecciones aprendidas de la Primera aún grabadas a fuego en la estructura militar. Las armas primordiales del campo de batalla sería el fusil y la ametralladora y sus soldados se entrenaban en el uso de ellas. Aunque ya había personas que sabían la importancia de las armas blindadas y de la aviación, el grueso del ejército británico confiaba en la infantería clásica y en la Armada Real (aunque no hablaremos de ella en este artículo).
Durante el periodo de entre guerras, los británicos crearon una doctrina conocida como «La Regla de los Diez Años» que presuponía que no iba a haber ninguna nueva guerra grande en un periodo de diez años (no se equivocaron) y que los gastos de armamento se deberían reducir progresivamente en esos diez años hasta alcanzar un ejército más reducido y manejable presupuestariamente. Cierto es que los gastos militares de 1918 eran gigantescos, pero reducir un presupuesto en ministerios gubernamentales tienen efectos secundarios: las innovaciones desaparecen, la gestión se convierte en un «sálvese quien pueda» y la falta de un plan de desarme provoca desorganización en todos los niveles de mando. Estos recortes de presupuesto durarían hasta los años 30 cuando comprendió que eso de que no iba a haber una guerra próxima ya no estaba tan claro. En 1932 que el ejército no empieza a rearmarse y a solucionar errores y en 1934 se abandona la doctrina de los Diez Años. Se da prioridad a la Armada y a la aviación y a las divisiones de infantería se les otorga un papel defensivo en las colonias y el territorio metropolitano, lo que, en términos de presupuesto, significa que no son prioritarias. Sigue leyendo