No hace mucho tiempo, los goblins vivía y prosperaban en Colinahueca, una pequeña almenara desde la que comerciaban con el pueblo de Mandoril con unas estupendas setas de las profundidades: una variante del champiñón más grande y suculenta. El negocio era interesante para ambas partes porque los goblins no eran muy ambiciosos y se conformaban con intercambiar su manjar por productos menores que ellos apreciaban: mantas, comida y alguna baratija. Todo cambiaría cuando contrataron a un intermediario, un hombre de negocios local llamado Filigan.
Filigan empezó a pedir los pagos en metálico y tras quedarse su comisión, eso creían en Mandoril, entregaba el resto a los goblins. Estos dejaron de venir por el pueblo y de comprar las mercancías de Mandoril, aunque Filigan hacía encargos periódicos de cosas básicas. El negocio de la ciudad se resintió un poco, pero no lo suficiente para alarmarse y, por otro lado, la producción de setas aumentó sin resentirse mucho la calidad, lo que permitió un pequeño negocio de exportación. Todos estaban más o menos contentos, excepto los goblins. Sigue leyendo