La operación Cobra había sido un éxito, eso decían los jefes, y tras varios meses de avances agónicos en las playas de Normandía, las jornadas se contaban por kilómetros. Algunos los hacían en carros de combate o en semiorugas, pero otros los recorrían andando.
-Menos mal, no creo que hubiera podido llegar a Berlín con estas botas -aseguró Fernandez antes de subir a un vehículo de transporte.
-Píllate otras en la zapatería del próximo pueblo -le respondió con sorna el sargento mientras cerraba la portezuela trasera.
Pero no quedaban zapaterías en Francia y pocas cosas más. Habían pasado varios días reparando varios puentes. No sabían si los habían destruido los alemanes, la aviación Aliada o los partisanos franceses, pero ahora les hacía falta. La única forma de llevar botas al pobre Fernandez era que hubiera puentes donde pudieran cruzar los de logística.
A veces se detenían al salir de una curva porque el vehículo de cabeza descubría un anticarro alemán agazapado. Entonces se desplegaban, lo flanqueaban y acababan con la dotación y las unidades de protección. Era un macabro juego que trataba de retrasar su avance, pero ellos sabían que no lo podían permitir. Si el mando alemán volvía a construir un sólido frente, cosa que haría tarde o temprano, tendría que volver a empujarlos centímetro a centímetro. Cuando más cerca estuviera eso de Alemania mejor. En ocasiones se encontraban con columnas alemanas que iban en su misma dirección y la situación se complicaba. ¿Se detenían para atracarles, avanzaban detrás de ellos?
La detención actual era diferente. No se oían disparos ni les habían dado órdenes de bajarse. El primer vehículo de la fila, donde iba su capitán, dudaba en una bifurcación. ¿Dónde ir? Los chicos de la unidad apostaban sobre si a la derecha, a la izquierda o si tendrían que volver sobre sus pasos. Esa era la opción favorita (lo que no hablaba muy bien del sentido de la orientación del oficial). En su defensa habría que señalar que hacía tiempo que habían sobrepasado la cota 216 que era el objetivo del avance marcado para ese día, pero no había oposición habían decidido continuar hasta encontrarla. Es probable que el capitán tratara de orientarse con viejos mapas de carretera Michelin porque se había quedado fuera de los militares kilómetros atrás.
Minutos después, apareció el carro de combate del coronel Doan y sin pensarlo, arremetió por el camino de la derecha. El capitán aún dudaba, pero el vehículo sobre el que ellos iban no dudo y se lanzó en persecución de su oficial al mando. Al rato, toda la columna les seguía en una alocada carga por los caminos de Francia.
Así llegaron a Brécey, un pueblo francés a orillas de un pequeño río, El carro de Brécey entró en la plaza principal a la carrera sorprendiendo a los alemanes a los que nadie parecía haber advertido de la cercanía del enemigo. El propio coronel, pistola en mano, les conminó a rendirse. La pistola no fue lo que les decidió, el cañón de 76 mm de su carro de mando y la compañía entera que entraba a la carrera tras él fueron los principales argumentos.
No se detuvieron allí. El coronel Doan les cogió de voluntarios por llegar los segundos y juntos se encaminaron al puente al sur de la ciudad. Estaba destruido, pero el riachuelo no era profundo. Lo vadearon andando para comprobar que era seguro y, al rato, todos los vehículos continuaban su avance. No se detuvieron hasta llegar a la colina 242, el objetivo final de aquella ofensiva. El ejército estadounidense acababa de flanquear a los alemanes en Normandía. Ahora sólo quedaba cerrar la bolsa en Falaise.