Y Kel esperó.
Le habían dicho que no lo hiciera, pero no obedeció. Los tikki no suelen obedecer las órdenes si no las comprenden o al menos eso se decía cuando la noche le sorprendió al raso y empezó a escuchar los ruidos de los depredadores nocturnos. ¿Qué puede hacer un pobre tikki solo en campo abierto? Exacto, recoger madera, varillas y trenzar cuerdas toscar con zarcillos. Estaba en ello, cuando en la lejanía, recortado contra la aurora nocturna vio la silueta del animal. Quizás un lobo, pero de un tamaño superior al que estaba acostumbrado. ¿Estaría solo?
Y Kel espero, subido a lo alto de la colina, sin perder de vista la entrada por si sus amigos volvían. Y desde allí, sus buenos ojos vieron como el animal se acercaba receloso cambiando de dirección mientras olfateaba en el aire a su víctima, al pobre tikki. Quizás le atemorizara y se marchara, pero no se hacía ilusiones. Kel cogió su lanza de madera endurecida al fuego y esperó. La negra punta se perdía también en la oscuridad de la noche.
Y esperó. El animal se acercaba, pero la colina tenía tres lados demasiado abruptos, al animal no atacaría por ahí, sino por el pronunciado terraplén que llevaba hasta su cima. Kel esperaba que la ventaja de altura fuera suficiente y bueno, si sus amigos salían ahora de las profundidades, también sería una ayuda, pero no ocurrió. El animal, que era un lobo solitario, pero no tan grande como la noche le había hecho imaginar, dio la vuelta a todo el montículo y comprobó que su presa estaba atrapada. A unos cinco pasos, se lanzó a la carrera contra él, de forma imprudente.
Y Kel esperó lanza en ristre y a mitad de la carrera del animal, una de sus trampas salto. Tres afiladas saetas se movieron en la noche impulsadas por una flexible rama. Solo dos se clavaron en su objetivo, tendrían que ser suficientes. El lobo aulló, herido y se revolvió lo que hizo que las heridas se abrieran más y la sangre borboteara como un río vital. Kel había abierto las puntas de forma que se clavaran, pero no salieran y había practicado un canal en toda su longitud para que el propio dardo no taponara las heridas. Unas viejas técnicas aprendidas en su niñez, en tierras lejanas.
Y Kel espero mientras el lobo se desangraba y debatía cada vez con menos fuerza. Fue prudente y no se acercó al animal mientras la sangre teñía el túmulo como una mancha más negra que la noche. Y tras detener sus estertores, aguardó un poco más. Contó cinco manos de latidos antes de rematar a su presa con un certero lanzazo en el cuello. Su víctima no se inmutó. Con cierta prisa, cubrió sangre y animal con tierra para que el olor de su muerte no atrajera a nuevas alimañas.
Recogió sus aparejos, ramas y troncos y siguió construyendo su fortaleza.
Y Kel espero.