Las noticias eran halagüeñas. El frente alemán parecía roto tras la operación Cobra y aunque habían sido días duros viendo enterrar a los suyos y a los de ellos, el optimismo reinaba en el cuartel general y se iba filtrando hacia los escalones más bajos. Había gente que hablaba de llegar a Berlín antes de Navidad. Pero la Sangrienta Siete tenía suficiente experiencia como para saber que la guerra nunca acabaría. Si llegarán a Berlín, habría que ir a Viena o Tokio y quién sabe si no tendría que ir a visitar a los que hoy son Aliados, en Moscú.
El optimismo no era bueno, tanta alegría hacía que todos fueran menos prudentes y allí fuera aún había muchos boches a los que mandar al agujero. Gonzalez, como siempre, era el más pesimista. «Ya verás como a alguien«, decía, «se le ocurre pronto una tontería«. Y su pesimismo tenía fama de hacerle un gafe, pero no es cenizo si siempre pasan cosas malas. Allí estaba el capitán, sonriendo de oreja a oreja, y diciendo que montarían sobre los carros para proseguir el avance a su ritmo.
Esto no me gusta, jefe; ¿ahora somos de caballería?
Y se subieron a los carros. Los más novatos iba en la torreta o sobre la parte delantera, sujetos al cañón de 76 mm del Sherman E8, pero ellos prefirieron la parte posterior, sin tapar las refrigeraciones del motor, sobre las cadenas.
El camino no fue agradable. En el cielo patrullaban sus aviones y en tierra se veían restos de lo que otrora fue la gloriosa fuerza de combate alemana. Camiones, semiorugas y algún que otro carro ligero. Si alguien notó la ausencia, nadie lo mencionó.
Estaban entrando en un pequeño pueblo normando, con sus casas con fachadas reforzadas con maderas cuando el carro que iba en vanguardia explotó; sus infelices jinetes salieron despedidos por el aire. Rogers fue el primero en saltar para parapetarse en el muro de la casa, la primera del pueblo. El resto de la unidad le imitó en segundos. Algún novato se retrasó intentando esquivar las orugas del tanque y cayó abatido por el fuego de ametralladora. Un segundo carro recibió un impacto, pero no pareció dañarlo y el proyectil sonó como una enorme campana desafinada.
¡Tiger! oyeron gritar al de la radio mientras los del carro cerraban portezuelas y daban marcha atrás.
Mientras lo vieron alejarse, Snelling les gritó:
Muy bonito. ¿Queréis que acabemos nosotros con él?
Afortunadamente, no era un panzer VI el que había emboscado a la columna sino un antiaéreo de 88 mm parapetado en el interior de una de esas casas. ¿Adivináis a quién le tocó acabar con él?