El viaje a la capital de la comarca no había tenido éxito. Chaparro volvió sin respuesta y esta nunca llegó. Pasaron los días, luego las semanas y por fin quedó claro que la respuesta nunca llegaría. Estaban solos, como en otras ocasiones.
-Mis hombres pueden vivir sin su soldada -gritó Padilla en el despacho del jefe tan alto que Madales y Chaparro no tuvieron más remedio que oírlo. Aquello de vivir sin el pecunio le pareció una exageración a amos; una cosa es vivir con estrecheces y otra no tener ni para remojar el gaznate tras un duro día en la Hermandad. Padilla seguía con su discurso:- Necesitamos ropa, necesitamos mantas para el invierno, necesitamos pólvora. La próxima vez que vayamos a detener a alguien tendremos que tirarles piedras del camino, pues ni siquiera tenemos para un buen zurrón.
El jefe hablaba más bajo y no le oían, pero algo debió decir que no fue del agrado del sargento que salió de la estancia con los ojos como un brasero, los puños apretados prestos a utilizarlos y la zancada larga diciendo que si se paraba tendría que patear a alguien. Sus compañeros, conocedores de que no es de sabio quedarse cuando truena la tormenta, abandonaron sus quehaceres y acompañaron a su enfurecido compañero. Solo había un destino apropiado a la ocasión: la taberna de El Cojo.
Dos jarras de vino fueron necesarias para aplacar a Padilla, una tercera para que a Mariscal se le fuera la lengua y una cuarta para elaborar un minucioso plan para poner fin a sus cuitas.
Ahora, en el anochecer, mientras esperan en el camino a que aparezca un carro de abastecimiento del ejército de Napoleón se preguntan si fue buena idea poner aquella trampa en el camino que rompió la rueda y separó a estos porteadores del resto de su unidad, si fue buena idea contar con la ayuda de algunos vecinos y si fue buena idea mantener al jefe en la ignorancia. No había tiempo de pensar en ello. Por Dios, por España y por la Hermandad, ese invierno no pasarían hambre.